“Toda historia de amor es una historia de fantasmas”
Christina Stead citada por David Foster Wallace.
Cuando llegamos a Primm pagamos en efectivo intentando no cruzar miradas con ninguna persona que estuviera en la recepción del hotel. Para el registro tú habías decidido usar una gorra con visera amplia que ocultaba tus ojos y parte de la nariz y yo un sombrero de ala vaquera que en los territorios de El Lejano Oeste, de tan común, no llamaba la atención de nadie. Entramos cruzando los dedos y esperando que el encargado no hiciera preguntas. Corrimos con suerte: a la hora en la que buscábamos hospedaje los del servicio estaban extenuados y hacían su trabajo con indiferencia. Aceptaron el pago en efectivo, tomaron el dinero y contaron que estuviera completo. Eso fue todo. Cuando llegó ese momento yo procuré ocultarme a tus espaldas, fingiendo estar soñolienta y luego deambulé en círculos contando las baldosas, estirando las piernas, concentrada en ese movimiento.
Desde hacía algunos años evitaba mirarme en los espejos de madrugada porque siempre me veía horrible, como una versión centenaria de mi misma, pero esa vez alcé la mirada y me topé por accidente con mi reflejo devuelto por uno de los vidrios del gigantesco salón. Nadie podía sospechar que alguien me viera especial, que alguien me amara.
Aunque todo marchó sin tropiezos, con la distancia que el tiempo da a los recuerdos, sé que aquella vez fue todo raro desde el principio. En el lobby de ese hotel, que en realidad era un cubo feo pero lleno de luces, había una exhibición privada donde se mostraban armas y otros objetos de colección encerrados en urnas iluminadas. Algo que ellos habían llamado Pequeño museo norteamericano de la muerte. Alcancé a distinguir a la distancia una ametralladora, la placa agujereada de un carro, la camisa ensangrentada de un hombre hecha jirones…
— ¡Qué macabro es eso! — exclamé.
— Aquí cada hotel busca tener una atracción más sensacional que la de los demás, para atraer clientes.
Hablabas como si hubieras ido y venido de Las Vegas toda tu vida y este no fuera, al igual que en mi caso, tu primer viaje.
Mientras cargábamos nuestras mochilas la mujer en bata cruzó erizada, a toda velocidad, y se plantó delante de la cola de los clientes que se registraban en el mostrador; la seguía un hombre en pijama igual de despelucado. Parecían coreanos o chinos, pero uno jamás puede distinguir bien entre ciertos rasgos de los orientales. Hablaron en un inglés peculiar que por ratos era un susurro y por ratos era histérico. El administrador, quien no lograba entenderlos, en un momento de la charla de la que todos estábamos pendientes, dijo intentado guardar la calma:
—¡No, señora, en este hotel no hay fantasmas!
Creo que con ese inicio, el desastre era predecible. Nos dieron el piso tres y subimos por las escaleras porque estaba dañado el ascensor y cuando entramos al cuarto la calefacción estaba cocinando el dormitorio. Tampoco había toallas en el baño, pero uno siempre se dice que las horas pasarán rápido y que nada va a importar. En penumbra, solo con la iluminación de la mesa de noche, dejamos el equipaje en el piso y luego vino mi parte favorita: mientras te duchabas me dejaste espiarte sentada en el suelo en un ejercicio de secreta veneración porque, por algún motivo que en ese momento no recuerdo, preferimos no bañarnos juntos. Así que a través del vidrio empañado veía el agua correr por tu cuerpo. Aún era nuevo verte desnudo, no me acostumbraba a tus piernas magras, a tu delgadez, a como los huesos de tu cadera se pronunciaban hacia arriba. Me quedaba abstraída, preguntándome qué era lo que me cautivaba de ti y concluí, tal vez demasiado tarde, que era belleza. Simple belleza.
Tú demorabas la ducha y te enjabonabas la pelvis, las nalgas, el pecho siempre con una sensualidad fingida, lanzándome miradas lánguidas y desentendidas. Debí saberlo entonces. Debí pero estaba demasiado perdida en lo nuevo, en las carreteras polvorosas que partían en dos el horizonte, en la forma brotada de tu ombligo, en como ponías la palma en tu pecho y decías, medio dormido, que ese era mi lugar.
A las tres de la mañana me desperté con la angustia de quien saca la cabeza debajo del agua. Tenía una certeza: alguien estaba removiendo cosas en el baño. Pensé en Adam, en que tal vez nos había seguido o que tal vez había contratado a alguien para que nos encontrara, pero era imposible… él, tan débil. Y frente al miedo que me aturdía, tú desnudo y ausente, extendido, franco e invulnerable en tu piel joven y cubierta de un bello suave. Si venía la muerte, de donde sea que viniese, la última imagen hubieses sido tú, plácido, con los brazos extendidos, imitando el cuerpo de un cristo.
— Vico — Dije susurrando en tu oído —Alguien está en el baño.
Pero no, cuando fuiste a ver, el baño estaba luminoso y con las tollas mojadas en el piso, tal como lo habíamos dejado.
— Duérmete— Gruñiste.
Era una orden y yo, que sentía el corazón intranquilo, quería calmarlo contra tu pecho, pero me diste la espalda. Me sentí sola.
Varias veces, durante el viaje se había formado esa frase en mi cabeza: yo no quiero estar aquí, pero la espantaba pasándome la mano por la frente ¿A dónde ir? Sabía de dónde veníamos y a dónde íbamos finalmente las mujeres de más de 40 años. Esa idea era una semilla, cuando se sembraba, crecía hasta desproporcionarse. Una idea de mal sabor que rumiaba y finalmente terminaba tragando. Te rodee con mi brazo, que te envolvió completamente y luego tomé tu sexo en mi mano. Se sintió como una criatura delicada que también quería dormir.
— Todo va a salir bien — murmuraste — Mañana haré la llamada.
— No llames, encontraremos otra manera de llegar a Liberty. No llames, no llames…
— Ya te deben de estar buscando, ha pasado más de un día.
— Tal vez él cree que aún sigo furiosa, yendo de un lado para otro. No llames.
— Voy a llamar mañana, va a ser fácil. Hemos practicado el dialogo, como hacer la voz…
— No, no..
— Te arrepentiste. Ya no quieres estar conmigo. Crees que voy a quebrarme, crees que voy a portarme como un niño.
— Van a llamar a la policía.
— No lo harán, él no es capaz, por eso te fuiste.
— Dime otra vez qué hay un Liberty.
— La casa de mi abuelo, silencio, pasto, niebla. Haremos pan, nuestra propia vida, sin mentirnos…
— Y esa cosa que me contaste, ¿alguna vez mataste a alguien Vicco?
— Sí
— ¿Y no tuviste nunca miedo?
— No, probé su sangre. Ahí se te va el miedo
— ¿ De verdad, nunca tuviste miedo?
— ¿De qué mi amor?
— De los fantasmas.
— Pero si no hay fantasmas.
Silencio
— ¿Vico? ¿Me has dejado sola?
Desperté a las seis de la mañana con las piernas acalambradas, no solía dormir de costado, apretándome contra alguien. Todo en mí ahora era falta de costumbre. Al primer pestañeo, con la vista aún granulosa, me di cuenta que el cajón de la veladora estaba abierto. Extendí la mano, aún sin creerlo y sentí la madera áspera y fría que terminó de volverme a la realidad. No recordaba el cajón mal cerrado la noche anterior, tampoco la ropa en el suelo o el contenido del bolso removido. Vico se había girado en mi dirección y respiraba con un resoplido suave.
Me levanté con cuidado y caminé en círculos para terminar de despertarme. Sucede que cuando hay luz uno deja de tener miedo, todas las sospechas suelen venir con la oscuridad. Tal vez todo saldría bien, ¿por qué no resultaría como lo planeamos? Habíamos visto todos esos programas de detectives y aprendido cómo hacer para movernos con cuidado, y si no resultaba lo del rescate, aún teníamos algo de dinero. Yo no llevaba la cuenta. Vico era el que se ocupaba de esas cosas pero, según mis cálculos sí podríamos arreglárnoslas con los 50 dólares.
La mañana se metía en el cuarto, clara y despejada, era una señal de buenos tiempos para mí. Pensé que las cosas no estaban para pasar el día ocultos. Fui al baño para un aseo rápido. Si la mujer de las madrugadas era una anciana, la mujer de los amaneceres estaba siempre agotada. ¿Y Vico?, Vico a sus veintitrés recién empezaba a comprender que el tiempo era diabólico Cuando salí de la habitación aún dormía, los cachorros siempre necesitan dormir.
Mirando un video, casi sin volumen, que se repetía una y otra vez en El pequeño museo norteamericano de la muerte, me enteré que Bonnie Parker, la famosa delincuente que extasió a los Estados Unidos durante los locos años veinte, escribía poesía. En versos dejados a su madre había dicho que antes del desastre, antes de conocer a Clyde o meterse a la vida bandida por la que le dieron más de cincuenta tiros, él era bueno. Lo vio por primera vez en la casa de una amiga quien se recuperaba de un brazo roto y ambos pasaron la tarde hablando de D. H. Lawrence. A Bonnie, él le pareció un hombre que, según confesó luego, servía para trazar un futuro, juntos. Planificaron un viaje a la playa y luego robar una gasolinera. Bonnie era era más alta que Clyde, sin embargo, siempre fue delgadísima, así que él disfrutaba levantarla en el aire como se notan en las célebres fotografías que se hicieron por jugar y con las que luego les daría caza el FBI.
Tenían dinero aunque no podrían usarlo porque eran demasiado famosos. Cada vez poseían más admiradores, los ganaban con cada policía que mataban, pero también menos amigos. El círculo se fue cerrando cuando uno de sus socios los denunció. Bonnie murió mientras comía un sándwich, la celada construida por la ley no le dio tiempo a tomar la pistola que jamás disparó. Un proyectil le pegó justo en la frente y otro le atravesó la garganta. Clyde recibió menos balas, pero su cadáver quedó aparatosamente tendido en la acera con el cabello rojo empapado de sangre. Cuando la manada de curiosos se dio cuenta de quienes se trataban, empezaron a registrar los cuerpos. Se robaron sus zapatos, cinturones, sombreros y mechones de cabello. Los policías tuvieron que apartar de un empujón a un indigente que intentaba cortarles las orejas.
A ella la dejaron casi desnuda y luego le hicieron muchas, muchas fotografías para archivos judiciales que mostraban su cuerpo perforado y flaco; un cuerpo disecado, listo para ser vendido como rareza a un museo de monstruos, pero Bonnie era tan solo una mujer cualquiera a la que el amor le dio una historia interesante, aunque le volvió la vida un desastre. Se cuenta que jamás asesinó a nadie. También se dice que suele aparecérsele a parejas de amantes que frecuentan moteles de carretera. Mentira, eso me lo digo yo.
Recuerdo esto con tristeza y confirmo que el ambiente del hotel era raro, a pesar de no saber decir en qué sentido raro. Habitado, pero a la vez desierto. Para esto deben saber que los apostadores son gente que solo está concentrada en un solo asunto, sentados frente a cientos de aparatos de los que rara vez se mueven. Que si las máquinas de monedas exhiben las imágenes de tal serie, que si usan la cara de tal personaje, que si tiene las insignias de tal película que en su momento llamó la atención del público. Uno se pregunta si en realidad esas personas han pasado la noche inmóviles, tirando la palanca del tragamonedas, alimentado a ese dios codicioso, dando traguitos de su coctel aguado; o si se levantaron temprano porque no pudieron dormir por el ansia de apostar.
Y bajo la mala iluminación de ese hotel monumental, iban y venían camareras de mediana edad, con piernas flácidas y aparatosas pelucas torcidas parecidas a un tocado de merengue. Sí, Primm era como uno se puede imaginar a Las Vegas, pero en una versión desgastada. Insisto que algo tenía ese hotel de raro. No solo era mi disgusto por lo desmedido, había incomodidad y desproporción.
Avancé por el salón erráticamente. Luego robé de un mostrador abandonado una botella de agua que tenía el obsceno precio de ocho dólares y me demoré mirando una partida de Blackjack donde los dos únicos jugadores tomaban decisiones con movimientos lentos. A pesar de mis intentos por pensar en otra cosa, no me podía quitar de la cabeza que esa mañana Vico haría la llamada a casa. No quería subir a verlo pero y a la vez ardía de deseo por ir a la habitación y meterme con él bajo las sábanas
A las mujeres nos hacen creer que luego de cierta edad es imposible tomar decisiones o girar de vuelta y ya ven, yo les daría una lección. Existía aún dentro de mí algo de pólvora encendida cuando pensaba en el chico dulce y bravucón que venía conmigo. Él terminó de convencerme de que nos fuéramos juntos. Vico tan impulsivo, que la primera vez que hicimos el amor no se quitó jamás los tenis sucios. Torpe e irreemplazable por su corazón tierno de elefante pequeño. Cuando nos tomábamos de la mano estaba segura que él se veía espléndido y yo era como cualquier otra. Tenía que hacerme a la idea de que eso era ahora lo natural. Por él podría tolerar ese y otros ridículos porque alguien me amaba, con ese tipo de cariño que mientras te va salvando te desgracia ¿Me extrañaría alguien de mi pasado ahora que ya no iba a volver? Nadie te dice que, en las relaciones, cuando te separas y cuando te juntas, jamás hay cortes limpios.
Por un rato me quedé observando a las bailarinas que rebotaban sobre un escenario a mi costado, tan viejas como las meseras que distribuían los tragos descoloridos y las que nadie prestaba atención. Pero las mujeres que estaban en el escenario aunque usaban shorts de luces con tops mínimos, ni siquiera despertaban una mirada interesada de los jugadores. Se desempeñaban con movimientos mecánicos de inclinarse y abrir las piernas para nadie y así, meneándose al son de un ritmo de una canción pop cualquiera, con pasos estudiados y sin sabor, seguían haciendo su trabajo. Al final de la pieza, la mirada de una de las que danzaba y la mía, coincidieron. Queriendo no parecer grosera le dediqué una sonrisa que no me devolvió.
Ya he dicho muchas veces que todo era raro. Me gustaría poder utilizar otra palabra; tal vez anormal, pero no todos los días una está una en un pueblo deslucido a la entrada de Las Vegas a punto de solicitar su rescate. Fue entonces que sucedió lo más insólito. Creo que de alguna forma todo confabuló para llevarme para allá, a la máquina estaba en el extremo derecho, al fondo del salón atestado. Era una construcción de cristal que encerraba el torso de un viejo vaquero tuerto y sonriente. Sobre su cabeza había una inscripción hecha en el vidrio con pintura que decía: Pregúntale a Papi.
Y junto a ese artefacto, también estaba otra máquina que decía Tarot, inscrito en letras moradas de alto relieve. El esto del aparato se parecía a una mesa de ping pong luminosa, en cuyo centro se había montado una ruleta pequeña donde coloridas pinturas se iluminaban a medida que una lengüeta de plástico las iba marcando. Un foco azul se detenía a veces y marcaba con una luz a su paso, la imagen de un hombre que estaba de cabeza, de una luna reflejada sobre el agua, de un niño montado sobre un caballo…Poseía muchas, muchas ilustraciones que cambiaban todo el tiempo. Por un impulso que no me explico, presioné rápidamente el único botón que tenía.
Tras unos segundos de silencio, el mecanismo se puso a andar con traqueteo y chirridos que sonaron oxidados como si se accionaran resortes que no habían funcionado desde el inicio del universo. Repiqueteó y gruñó hasta que con un impulso súbito, la máquina giró,giró y giró hasta que se detuvo frente un símbolo parecido a una rueda donde extraños animales fantásticos subían y bajaban hasta llegar al cielo.
— Está averiada desde hace tiempo— Me dijo una voz a mis espaldas. Era la mesera que llevaba peluca torcida. Mulata. De cerca tenía algunas arrugas en las esquinas de los ojos. Las mulatas cuando llegan a la mitad de su vida toman una edad indescifrable que podría estar entre los 30 y 60 años. Tal vez era colombiana, tal vez cubana. Me hablo en español. Los latinos a la primera posibilidad que tienen, sacan a relucir su idioma; no importa cuántos años lleven viviendo en Estados Unidos.
— Se detuvo en esa carta que es como una ruleta. No entiendo— Dije.
— Tenía que haberte entregado una tarjeta con la predicción.
— No me ha entregado nada. ¿Sabes lo que significa esa carta?
Ambas nos quedamos mirando con detenimiento el pronóstico.
— Mi madre era santera, algo sé. El Tarot es un camino confuso, nada es claro en lo que dice una carta por si sola. Necesitas otra.
Presioné el botón varias veces, pero ya no pasó nada. La máquina se negó a moverse.
—¿Y esa carta sola qué podría significar?
La mulata dejó a un lado la bandeja que sostenía con vasos a medio tomar y colillas ahogadas de cigarrillos y me miró con mucha seriedad.
— ¿Y tú crees en estas cosas o no?
No supe qué contestar.
— Esa es La rueda de la fortuna. Significa que todas las cosas pueden suceder y que todos los caminos están abiertos. Pero hay que recordar que una de las posibilidades de la vida, es la muerte. No todo es fortuna ni todo es afortunado, depende de la voluntad del azar.
— Todo puede suceder — repetí.
— Así es — Y luego añadió — Vienes huyendo. Todos viene huyendo, pero por más que se avance, uno a veces no tiene un mejor lugar a dónde ir. Y ya ves. — señaló al escenario donde otra bailarina montaba un show lamentable — Todas queríamos tener fama y muchas no alcanzamos a llegar ni a Las Vegas.
— Lo siento— Contesté con honestidad.
— No te preocupes, al menos tengo trabajo y donde vivir.
Iba a decir que conmigo era diferente porque alguien me amaba, pero me contuve.
— Lo importante es que tu fortuna depende de otros, ¿comprendes? Es solo tuya. Si una deja que le decidan la vida, una se llena de odios, de fantasmas…
Entonces me acordé de los coreanos y de mi bolso con la ropa desarreglada.
—¿ Es cierto que este hotel hay un fantasma?
— Claro, todos los hoteles tienen espíritus, ¿o qué creías?
La mujer tomó la bandeja y emprendió su recorrido otra vez. Dejó olvidado un vaso con un coctel un azul desteñido. Lo bebí despacio, estaba dulce.
Cuando subí, Vico no estaba en la habitación ni tampoco había dejado una nota. Supuse que había ido a hacer la llamada y que no le tomaría más de media hora. Me hubiera gustado practicar una vez más con él tomando el papel de Adam. Habíamos probado diferentes respuestas pero ninguna incluía amenaza o lenguaje rudo ¿Y si lo hubiera requerido? Unos amigos de Vico cobrarían. Luego nos pasarían el dinero, iríamos a Liberty y ya… solo una cosa faltaba para empezar con nuestro futuro. Mientras empezábamos a construirlo iba a esperarlo en ese hotel que tenía la ropa de cama deshilachada y manchas oscuras, tal vez de sangre en la alfombra.
Frente al espejo me alisé el cabello. Comprobé que algunas hebras se arrancaban con facilidad y se quedaban entre mis dedos; de ese puñado muchas eran blancas. Sin pausa envejecía, pero preferí pensar en cómo el medio día era aún caliente. Aproveché el clima, tomé una ducha y me sequé con las toallas que estaban menos mojadas. Después elegí una pequeña botella de whisky del mini bar y esperé y esperé dos películas malas con Will Ferrell y tomé más cosas caras que estaban en el cuarto como fundas de maní picante que acompañé de tequila. Me demoré mucho en aceptar algo que ya intuía, que vino creciendo desde el fondo de mi estómago desde que llegamos a ese sitio encantado y vi mi ropa revuelta en la mañana. A las seis de la tarde abrí finalmente la puerta del armario. No estaba la mochila de Vico. El golpe final. Medio tambaleante tomé mi mochila y no encontré tampoco lo que quedaban de los dólares. ¿Y la llamada? Ay, Vico, ir a parar tan lejos, para tan poco. Era verdad, algunas no pudimos llegar ni a Las Vegas.
Me senté en el piso aturdida. Tal vez todo era un mal entendido y esa puerta se abriría en cualquier momento y él entraría con buenas noticias.
O no.
Me desperté de nuevo con la certeza de que alguien estaba en la habitación. Eran las ocho de la noche, lo supe por la hora que marcaba el reloj digital que estaba debajo del televisor. Por un segundo vi con claridad el bulto blanquecino parado junto a mí que hacía un un ademán que de vestirse o de desvestirse, no sé bien. Tenía formas altas, flacas, indefinibles… Vico, llamé con voz quebrada y por un segundo todas las luces en mi corazón se encendieron, pero en seguida supe que lo que estaba viendo no era humano, o más bien, no era algo sólido, porque en cuestión de segundos se disolvió haciendo volutas el aire, dejándome con los latidos aún acelerados.
Luego encendí la luz del velador. Vico aún no había llegado. El miedo a quedarme sola seguía exactamente en su lugar. Demoré mucho tiempo, una hora más o menos, en animarme a volver a apagar la luz. No sentía el terror inicial, más bien, su lugar lo había ocupado una profunda tristeza. No sabía si podría volver a conciliar el sueño ya, y me esperaba aún una larga noche.
Antes me recreaba pensando en Vico, entreteniéndome en la vitalidad de su cuerpo, en su sensualidad; consolándome con el hecho de que alguien me amaba. Ahora, desolada y sin tener la intención de llegar ninguna parte, me preguntaba en qué cosa podía entretener mi mente, antes de dormir.
Solange Rodríguez Pappe, Guayaquil (1976). Escritora especializada en el género de lo extraño; ganadora del premio nacional Joaquín Gallegos Lara al mejor libro de cuentos del año 2010 con Balas perdidas. Cronista, activista cultural y conductora de talleres de escritura creativa. Ha publicado cuatro libros de cuentos y antologado un compendio de micro ficciones ecuatorianas: Tinta Sangre (2000), Dracofilia (2005), El lugar de las apariciones (2007), Balas perdidas y Ciudad mínima (2012). Consta en compendios de narrativa hispanoamericana como las realizadas por Raúl Brasca —Cielo de Relámpagos( 2009)— y Salvador Luis —Asamblea Portátil (2010) y la condición pornográfica (2011); a más de integrar todas las selecciones de autores contemporáneos que se han realizado en Ecuador desde 1990. Ha representado al Ecuador en las ferias del libro de La Habana, México, Bogotá, Lima, Santiago y Buenos Aires.