Gabriel Rimachi Sialer
Una noche de 2003 (me parece), Alfredo Bryce daba una conferencia a las ocho de la noche en el Museo de Arte de Lima. El evento había sido anunciado con tiempo y había tanta expectativa que, cuando los poetas Alessandra Tenorio, Gonzalo Málaga y yo llegamos al museo –hora y media antes– ya la sala estaba llena a reventar y habían cerrado las puertas porque éramos más de cuatrocientos lectores los que afuera esperábamos entrar aunque sea de segundilla para escuchar a Bryce y que nos firmara un libro. De nada sirvió decir que éramos coleguitas del ponente o apelar al espíritu de cuerpo, porque espíritu y cuerpo y corazón era lo que justamente le faltaba al vigilante que nos cerró las puertas en la cara mientras nos acordábamos de las madrecitas de todos los organizadores y de todos los vigilantes de Lima, que es el Perú.
Algunas chicas insistían tocando la puerta hasta que salió una señorita para decirnos que “No había un solo asiento más y que lo sentía mucho pero que adiós para siempre”, y entonces le dijeron que queríamos escuchar la conferencia y que dejara abiertas las puertas y subiera el volumen de los parlantes, pero las puertas nuevamente se cerraron y esta vez en medio ya de empujones de los que nunca faltan. La gente estaba molesta por el maltrato y la soberbia con la que nos habían despachado cuando, de pronto, unos ocho muchachos –entre chicos y chicas– tocaron la puerta y dieron sus nombres. Y entraron. “¡Hay una lista! ¡Hay una lista para entrar!”, gritó alguien que estaba cerca en ese momento y entonces se agudizaron las contradicciones y se armó el despelote y se fueron todos contra la puerta, que debe haber temblado como tiemblan los castillos cuando los bárbaros marginados la golpeaban con un gigantesco tronco.

Ya entonces la cosa se había puesto como en las historias de Bryce porque en ese preciso momento se encendió un foco y nadie sabe de dónde ni cómo pero apareció un camarógrafo del programa de chismes de Magaly Medina y se puso a filmar todo, y en esas estábamos cuando apareció Bryce, que había llegado tarde y toda la gente, muda de pronto, le abrió el camino y él les dijo “Buenas noches, buenas noches, buenas noches…” sin detener el paso y antes de subir los tres escalones que daban al museo se abrieron las puertas que luego se cerraron tras él mientras afuera se quedaban frías cuatrocientas desconcertadas gentes, mudos todos y ya con cierta vergüenza por la escena vivida. No recuerdo si después de todo aquello fuimos al bar de Ciro o al Monarca, pero sí recuerdo las risas de entonces cuando nos reconocimos en el programa de Magaly Medina que había presentado la nota de su camarógrafo con el rótulo de “Revoltosos sanmarquinos en el Museo de Arte”.
Aquella lejana noche de cervezas, brindamos, juntos, por nuestros inciertos futuros literarios y por la amistad que el tiempo y la vida terminó por distanciar, como en una de las tantas historias que nos regaló Alfredo Bryce en sus libros. Salud, maestro.