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A Gerardo Chávez, con el alma

Ha fallecido el gran pintor, escultor y artista plástico peruano Gerardo Chávez, uno de los artistas más brillantes e importantes que ha tenido el país.

Publicado

22 Jun, 2025

Escribe Josefina Barrón

Hacía apenas unos días estábamos juntos cuando de pronto se puso mal. Fue de repente… Ha pasado el tiempo y él debe haberla luchado. Era fuerte. Vigoroso y recio. Por eso pintaba lo que pintaba. La pintura de Gerardo Chávez parecía salir de la tierra. Podía ser delicada, sí, y muy gruesa y telúrica.

Conversábamos la última vez, como tantas tardes soleadas o sombrías en las que el arte se abría paso entre palabras y silencios, cafecitos y caminatas por Miguel Dasso y el Parque Roosevelt de por medio. Aún lo veo —bastón en mano, paso firme aunque pausado— entrar a su taller con esa energía inagotable que tenía para crear, para soñar, para imaginar futuros. Porque Gerardo, incluso con los años a cuestas, seguía soñando.

Él no era de los que se replegan en su mundo interior. Era todo lo contrario: un hombre abierto, entrañable, profundamente comprometido con Trujillo, con el Perú, con su gente. No podía caminar por las calles sin que lo detuvieran a saludarlo con afecto, con admiración sincera. La empatía le salía por los poros. Gerardo era, sin duda, uno de los hombres más talentosos que he conocido, pero también uno de los más generosos con su sabiduría, con su tiempo, con su presencia.

Nos pasábamos horas filosofando sobre arte, sobre la vida, sobre la creación. Conversaciones largas, densas y también ligeras, siempre entre carcajadas y música clásica, porque a él le encantaba tener encendida la radio Filarmonía mientras pintaba. Recuerdo con nitidez ese instante en el que lo observaba desde una silla, en silencio, mientras él se sumergía en su gran lienzo: un cuadro llamado Eclipse, de formato monumental, que nunca llegó a terminar. Tengo una foto de ese momento. No necesito mirarla. La llevo en el alma.

Él decía con humildad —como si no fuera él mismo un gigante— que su hermano Ángel había sido mejor pintor, que se había ido demasiado pronto, y que soñaba con hacerle un libro. También soñaba con un libro sobre sus carruseles, esos mundos suyos que parecían girar eternamente entre lo lúdico y lo sagrado. Estábamos en eso cuando, de pronto, la vida se detuvo para él. O al menos, su cuerpo. Su espíritu nunca dejó de estar vivo. Caminaba, pintaba cuadros inmensos, proyectaba el gran museo en Trujillo que tanto anhelaba. Se ilusionaba. Se entregaba. Esa vitalidad era su sello. Su presencia era fuerza, era ímpetu, era una afirmación constante de la vida misma.

La última vez que lo vi lo había invitado a almorzar; estábamos con Alberto Rivera, amigo entrañable de ambos. Nos hacíamos llamar “El Triunvirato” y soñábamos despiertos con miles de cosas que queríamos hacer. Hablamos largo y tendido. Esa última vez que estuve con él lo vi contento, lúcido, con esa chispa suya que siempre me conmovía. Pocos días después, todo cambió.

Diseñó el afiche por los 250 años de Acho. Tenía una conexión profunda con el símbolo del toro. Él era un toro: por su fuerza creadora, por su tozudez hermosa, por su potencia inquebrantable. Un toro de la pintura peruana. Un toro de la peruanidad. Un toro de la vida.

Así lo voy a recordar siempre. Fuerte, recio, vital. Un maestro a cabalidad, como artista y como persona. Cuando piense en él, cuando camine las veredas que caminamos juntos, cuando mire ese lienzo inconcluso llamado Eclipse, sonreiré. Sabré que vivió hasta el último de los instantes.

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Josefina Barrón
Poeta, escritora, periodista e investigadora. Josefina Barrón es, además de licenciada en Lingüística y Literatura por la PCUP, especialista en biografías y piezas de comunicación. Ha colaborado con reportajes, ensayos y entrevistas sobre historia, cultura, personajes para distintos diarios y revistas del Perú y Latinoamérica.
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