Escribe Alberto Chimal.
En 2012 tuve la oportunidad de visitar el Palacio de Versalles, cerca de París. Entre la belleza y la abundancia tremendas de semejante sitio, descubrí que el famoso Síndrome de Stendhal sí existe: sí es posible quedar abrumado y físicamente afectado por la abundancia y la belleza del arte.
Aunque no tuve una crisis como las que la leyenda atribuye al propio Stendhal, estar allí sí fue abrumador y sí me hizo sentir mal. No me ayudó la conciencia, muy tercermundista y latinoamericana, de que todo ese lujo era solamente más bello, menos vulgar que el dispendio imbécil de los gobernantes y caciques de por acá, que en esta época presumen en internet sus casas y sus coches y sus viajes y sus armas.
Encontré una especie de refugio, de resguardo ante el exceso de aquel lugar hecho para reyes, cuando me llamó la atención una escultura de gran tamaño, pero bastante más pequeña que las esculturas realmente famosas de los jardines de Versalles. Estaba puesta en un rincón, a un lado de la Fuente de Apolo. Era Aristeo sujetando a Proteo, realizada en mármol por un escultor del que no sabía nada: Sébastien Slodtz. La escena proviene de las Geórgicas de Virgilio: Aristeo, hijo de Apolo, necesita el consejo de Proteo, uno de los dioses del mar, pero el único modo de convencerlo es sujetándolo: impidiendo que escape de vuelta al océano, lo cual es mucho más difícil de lo que parece porque Proteo es capaz de transformarse en otras criaturas e incluso en plantas y en agua. Aristeo sujeta al dios, que se retuerce y no deja de transformarse. No olvidé el nombre extraño, la actitud de los personajes mitológicos ni el movimiento de sus cuerpos y ropas, muy del barroco.
Tampoco olvidé las proporciones un poco raras de algún brazo, de un pie, ni las extrañas criaturas a los pies de ambos, esculpidas como observando la lucha: se suponía que eran focas, pero es claro que Slodtz nunca vio una foca ni, probablemente, ningún otro mamífero marino. Esa torpeza de la hechura, esa fealdad, volvía a todo el conjunto algo un poco más entrañable, más humano. Era una figura cucha, como decimos acá en México: una decoración de la que no se iba a prescindir, porque qué cara les debía haber salido, pero que se intentaba disimular. Ya de regreso se me ocurrió otra idea. Mi juicio era sincero pero era sumamente cruel. Primero me pregunté qué habría pensado de él el pobre Slodtz. Y luego pensé: ¿quién habría sido este hombre, cuya única huella sobre el mundo era aquella adición pequeña y chafa –otra gran palabra– a la colección de Versalles?
El Aristeo es sólo una entre cientos de representaciones de la mitología grecolatina en el palacio y los jardines, y dado que no llama tanto la atención como las piezas centrales en las fuentes alrededor del Gran Canal, lo más probable es que la mayoría de los turistas simplemente no la vea. Y los que la llegamos a ver no tenemos nada bueno que decir de ella. La imagen es realmente triste: Slodtz, el escultor arrinconado, menor, para siempre al borde del olvido, y cuando llega a salir de él es para que los demás hagamos cara y tratemos de voltear para otra parte. Luego he averiguado que Slodtz y sus tres hijos, todos escultores, ayudaron a “dar forma” (así dice Wikipedia) a la escultura “oficial” de Francia en el paso del siglo XVII al XVIII. Nacido en Amberes, Slodtz padre recibió el encargo del grupo escultórico del Aristeo hacia 1688. Su maestro François Girardon dibujó el diseño original de la pieza, que luego fue la base de un bronce del mismo Girardon y del mármol hecho por Slodtz.
Más datos: Slodtz fue yerno de Domenico Cucci, orfebre oficial de Luis XIV, y cuñado de un grabador célebre, François Chaveau. Es decir, se abrió paso en el “medio” de su tiempo y se injertó en él tan bien como pudo, probablemente ayudado por sus contactos sociales tanto o más que por su talento como escultor. Como otros en sus circunstancias, eligió convertirse en parte de una corte: del cuerpo virtual que se forma alrededor de los muy poderosos, que depende de su voluntad y se consagra a ellos. Su caso está muy lejos de ser único. ¿Pero, por qué, si tuvo los privilegios que se dan a quienes hacen ese sacrificio de sus propias vidas, no sabemos más Slodtz él en el presente? ¿Y por qué, si tampoco era tan buen artista, no sabemos menos? ¿Por qué precisamente queda esa obra de él, en ese lugar de los jardines enormes, más otras cinco o seis que –según las fuentes que he podido hallar– se encuentran en circunstancias parecidas en otros lugares?
La respuesta, al parecer, es que a pesar de haber sido un artista oficial, con el apoyo del Estado y consagrado a complacerlo, casi nada de lo que Slodtz realizó estaba, en realidad, hecho para durar: eran esculturas de madera, o incluso de cartón piedra, para decorar escenarios efímeros, salir en procesiones y desfiles, quedar en el fondo de eventos oficiales, y ser destruidas posteriormente. Quién sabe qué otras figuras habrá hecho, qué dioses y héroes y ninfas. Dos de los hijos de Slodtz fueron más lejos que él, de hecho, y se dedicaron casi exclusivamente a hacer esculturas y decoraciones efímeras, desechables, para las ceremonias reales, en el departamento de Placeres Menores (Menus-Plaisirs) del Rey.
Tampoco las obras comprometidas en el sentido latinoamericano del término: las de coyuntura y denuncia política, opuestas al poder, suelen durar mucho más allá del momento de su hechura, de los sucesos que comentan, pero entre nosotros suponemos que al artista comprometido le basta la satisfacción de estar haciendo lo correcto: la esperanza o la ilusión de incidir en la realidad y no solamente en la escenografía de la vida de unas pocas personas. Pero quién sabe, también, qué opinaría Sébastien Slodtz de todo esto: si murió contento con haber trabajado a destajo pero con buena paga, en una existencia que probablemente no fue incómoda, o si estuvo amargado, pensando en cómo se habían desperdiciado sus años.
Alberto Chimal (Toluca, 1970) es considerado “de los narradores más polifacéticos e imprevisibles de la literatura hispanoamericana actual” según la revista española Quimera. Además de narrador y ensayista, es tallerista literario y un autoridad tanto en el campo de la escritura en medios digitales como en la “literatura de imaginación”: la narrativa fantástica como literatura contracultural. Sus libros más importantes: Gente del mundo, Éstos son los días (Premio San Luis 2002), Grey, Los esclavos, El Viajero del Tiempo, La generación Z, La ciudad escondida. Nightmare remix, La torre y el jardín (finalista en la XVIII edición del Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos”). Acaba de presentar “Los atacantes” (2015). Su sitio: www.lashistorias.com.mx