Círculo de Lectores
Círculo de Lectores

Allí donde las palabras no mueren

Son miles los lectores que iniciaron sus lecturas con las palabras de Mario Vargas Llosa, historias cautivadoras que no mueren con el tiempo: crecen.

Publicado

21 Abr, 2025

Escribe Karina Miñano

Lunes 14 de abril 2025. Fue la primera noticia que leí esta mañana. Se clavó en mis ojos y también en el corazón. Hoy el mundo entero habla de un solo nombre en todos los idiomas: Mario Vargas Llosa. Su nombre y las palabras se escuchan en cada rincón, en cada pantalla, en cada conversación. El último gigante del boom latinoamericano nos ha dejado. Algo se rompe dentro de mí, como si una parte de mi historia personal se desprendiera y quedara flotando a la deriva.

Me acerco a la ventana y corro las cortinas. La ciudad parece la misma, pero para mí ya no lo es. Pienso en ese fenómeno extraordinario que fue el boom, entre todos, recuerdo a cuatro hombres que cambiaron para siempre nuestra literatura: García Márquez con su Macondo mágico, Cortázar con sus cronopios y sus juegos, Fuentes con su México profundo y, ahora, Mario, nuestro Mario, con su Perú desgarrado y luminoso.

Vargas Llosa, José Donoso y Gabriel García Márquez, miembros del «boom latinoamericano» que lo cambió todo.

Mi primer encuentro con su obra no fue placentero. Ocurrió durante el primer ciclo de comunicaciones en la universidad. Tenía que hacer un análisis literario de La casa verde, y la lectura me dejó exhausta y confundida. Aquellas páginas me parecieron un laberinto, una selva de palabras donde me perdí sin remedio. En palabras simples: no la entendía.

«Los niños se revuelcan sobre la tierra, luchan, taponean las galerías de los gusanos, fabrican trampas para las iguanas o, inmóviles, sus ojos muy abiertos, atienden las historias de los mayores: bandoleros que se apostan en las quebradas de Canchaque, Huancabamba y Ayabaca, para desvalijar a los viajeros y, a veces, degollarlos; mansiones donde penan los espíritus; curaciones milagrosas de los brujos; entierros de oro y plata que anuncian su presencia con ruido de cadenas y gemidos; montoneras que dividen a los hacendados de la región en dos bandos y recorren el arenal en todas direcciones, buscándose, embistiéndose en el seno de descomunales polvaredas, y ocupan caseríos y distritos, confiscan animales, enrolan hombres a lazo y pagan todo con papeles que llaman Bonos de la Patria, montoneras que todavía los adolescentes vieron entrar a Piura como un huracán de jinetes, armar sus tiendas de campaña en la plaza de Armas y derramar por la ciudad uniformes colorados y azules; historias de desafíos, adulterios y catástrofes, de mujeres que vieron llorar a la Virgen de la Catedral, levantar la mano al Cristo, sonreír furtivamente al Niño Dios

Esas líneas me confundieron y atormentaron durante semanas. ¿Cómo alguien podía escribir oraciones tan largas sin perder el hilo, sin que el lector se ahogara en ese mar? Abandoné el libro, lo dejé a medias, me declaré vencida. Juré que nunca más leería a Vargas Llosa. Qué soberbia la mía, qué ignorancia.

La vida, con su extraña sabiduría, me dio una segunda oportunidad años después, cuando llegué a Países Bajos. La soledad del extranjero es distinta a cualquier otra. Te empuja a buscar refugio en lo que te conecta con tus raíces. Para mí, ese refugio fue la biblioteca de Ámsterdam, con su sección dedicada a los grandes escritores latinoamericanos, en versiones en inglés y en castellano.

Y allí estaba La fiesta del chivo. Fue uno de los primeros en hacerme un guiño mientras pasaba el dedo por los lomos. Lo tomé con recelo, con la memoria de mi fracaso aún fresca. Pero esta vez fue distinto. Sus palabras me atraparon desde la primera página. «Urania. No había vuelto a oír ni a pronunciar ese nombre desde que se fue de Santo Domingo.» Así comienza la novela, y así comenzó mi reconciliación con Mario Vargas Llosa.

Tres de las ocho obras maestras que escribió Mario Vargas Llosa

Leí con ojos de gato: atentos, absorbentes, buscando cada matiz. Su narrativa se abrió ante mí como un territorio por explorar. No eran ya los ojos de una estudiante confundida, sino los de alguien que comprendía, por fin, el poder transformador de la literatura. Finalmente, pude hacer el análisis que me habían pedido años atrás, y entendí por qué este hombre era considerado uno de los pilares del boom latinoamericano.

«Había sido ese malestar de tantos años, pensar una cosa y hacer a diario algo que la contradecía, lo que lo llevó, siempre en el secreto de su mente, a sentenciar a muerte a Trujillo […] a mentirse a cada instante y engañar a todos, a ser dos en uno, una mentira pública y una verdad privada prohibida de expresarse».

Esa frase de La fiesta del chivo me estremeció. Pensé en todos los miedos que nos paralizan, en todas las tiranías que aceptamos sin cuestionar. Vargas Llosa no solo contaba historias: nos obligaba a mirarnos en el espejo de nuestra propia historia.

Cuando devolví el libro a la biblioteca, algo me detuvo. En los estantes, como una aparición, estaba La casa verde. Pensé que era una señal. Volví a él, con la madurez que dan los años, y —aleluya—, lo entendí. Lo disfruté tanto que seguí leyendo otros títulos. Su técnica es una paradoja: sencilla en la superficie, compleja en su arquitectura. Para ese momento, yo ya hacía mis primeros intentos literarios: analizaba textos, buscaba y rebuscaba figuras retóricas. Había escuchado sobre su famosa técnica: «la caja china», que consiste en anidar historias, donde la trama principal contiene otras secundarias. Esa estructura le permitía ocultarse como autor detrás de las voces de sus personajes.

Analizar esa técnica y descubrir su voz entre las voces de sus personajes fue mi pasatiempo favorito durante más de cinco años. Además, construye oraciones largas —a veces de más de diez líneas— con una puntuación milimétrica que guía el ritmo mientras entrelaza tiempos, voces y realidades. Lo hace sin perder claridad, mezclando descripciones densas con diálogos que suenan a oralidad capturada en papel. Lo dijo Isabel Allende en el prólogo de Mi país inventado: «Yo escribo como hablo, con mis ritmos cortos; Mario teje esas frases monumentales que son como catedrales verbales».  Y tenía razón. Nadie como él para construir esos edificios verbales que, lejos de caer, se mantienen firmes, perfectos en su arquitectura.

Nunca conocí a Mario en persona. Poco me importaba su vida privada o su vida política. Solo me importaban sus historias y lo que me enseñó. Me enseñó que la literatura es un acto de rebeldía, una forma de cuestionar el mundo. Como él mismo dijo al recibir el Premio Rómulo Gallegos en 1967: «La literatura es fuego, significa inconformismo y rebelión, la razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica

Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa

Ahora que se ha ido, pienso en ese fenómeno irrepetible que fue el boom latinoamericano. Cuatro genios que coincidieron en el tiempo y en el espacio. Se leyeron, se admiraron, se criticaron y, a veces, se distanciaron. Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Cuatro formas distintas de entender América Latina, cuatro maneras de narrar nuestras grandezas y nuestras miserias.

El boom no fue solo un fenómeno literario; fue una revolución cultural. Fue el momento en que dejamos de ser imitadores para convertirnos en creadores de un lenguaje propio, de una forma única de contar historias.  Con la partida de Mario, ese círculo se cierra. El último de los cuatro grandes nos ha dejado. Pero sus palabras permanecen. Sus mundos siguen vivos en cada lector que se atreve a entrar en ellos. Como escribió en El pez en el agua: «Hay muertes que no llegan nunca a consumarse, que dejan la puerta entreabierta al recuerdo permanente.»

Hoy, el boom latinoamericano de literatura está completo, allí donde las palabras no mueren. Mario se ha reunido con Gabriel, con Julio, con Carlos. Imagino ese encuentro en algún lugar más allá del tiempo: cuatro grandes que cambiaron para siempre nuestra forma de leer y de entender el mundo. Cuatro voces que se hicieron una sola: la voz de América Latina. Y yo, aquí, en la biblioteca de mi casa, abro El llamado de la tribu para encontrarme con esta línea: «…la libertad es el valor supremo y que ella no es divisible y fragmentaria, que es una sola y debe manifestarse en todos los dominios».

Miro mi pequeña colección. Su último libro, Le dedico su silencio, parece estar celoso. Recuerdo cuánto me enseñó sobre la música criolla de mi país. Ahora, cuando abro sus libros, ya no me pierdo en sus palabras: me encuentro en ellas. Gracias, Mario, por enseñarme a leer de nuevo. Gracias por recordarme que, en las manos adecuadas, las palabras no mueren.

Karina Miñano
Karina Miñano (Países Bajos) es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad San Martín de Porres, Perú. Ha cursado estudios de posgrado en Escritura Creativa en la Universidad Internacional de Valencia y la Universidad de Alcalá de Henares. Ha publicado la novela Remolino de sueños (2021), así como relatos y poesía en antologías como La Ninfa Eco: Writers from Across the World, Letras rotas, Dolores del alma, y Licencia para mentir, prologado por el poeta Benjamín Prado. Conduce el programa de poesía Por debajo de la pluma para la plataforma cultural Cuéntame un libro en las redes sociales.

Sigue leyendo…

Loading...