Escribe James Quiroz
En una entrevista, el escritor chileno Roberto Bolaño afirmaba que hasta los poetas más mediocres habían sentido el éxtasis poético, pero no lo habían habitado, porque el éxtasis, como tal, quema, es terrible de nombrar y difícil de soportar. Así también reconocía dos tipos de poetas: los poetas «adultos» y los poetas «adolescentes». Los primeros son conscientes de su oficio, saben que están innovando formalmente, dominan sus recursos expresivos y tienen claro hacia dónde van. Baudelaire encarna a esta estirpe de poetas, decía el chileno. Los poetas «adolescentes», en cambio, son los poetas puros, los que no saben adónde van, cada verso no es conocimiento, sino descubrimiento, revelación y escriben desde el éxtasis. Poetas como Rimbaud o Lautreamont encarnan a este modelo de poetas, sentenciaba.
Si ponemos como ejemplo a la poesía peruana, no es fácil clasificar a los poetas peruanos según la división que propone Bolaño, primero porque la poesía peruana es muy variada y segundo porque el poeta peruano ha heredado, sustancialmente, el culto por la forma de tradición española y, en ese sentido, le ha dado prioridad al rigor estético que a la palpitación. No obstante, a manera de ejercicio, podríamos ensayar algunas tipologías:

1. En el primer grupo de escritores estarían los poetas dueños de un estilo forjado, inconfundible, seguro, universos cerrados que, aunque pasen los años, se hacen más lúcidos y lógicos, macerados por la disciplina y la experiencia. El rigor de la palabra, el intimismo, la anécdota poetizada y el perfeccionismo formal es lo que predomina en su poesía a tal punto de que si sometemos una palabra al sacrificio, el poema pierde su eufonía y su ambición. No es difícil intuir que el poeta sufre para concebir cada verso. Ejemplares son los casos de José Watanabe, Eduardo Chirinos o Jorge Eslava.
2. Hay un segundo grupo de poetas que también domina la técnica y la pule en cada libro, apelan a la experiencia y la madurez como armas literarias, sus textos resaltan por la facilidad con que el autor utiliza sus recursos expresivos, usan tópicos o tonos determinados como la tristeza o la muerte y se sienten cómodos con su uso, a tal punto que parece que no tienen otra forma de expresarse, son dueños de una vanidad estilística repetitiva (retórica) y predecible en cuanto a sus temas y efectos. César Calvo, Carlos German Belli y Domingo de Ramos, serían algunos ejemplos de este grupo.

3. En un tercer grupo están los poetas que trabajan con la forma, agotan las posibilidades del lenguaje o lo cuestionan a fin de revelar nuevas atmósferas sonoras, deconstruyen el texto o lo realimentan, en este grupo estarían José Pancorvo, Mario Montalbetti o Roger Santivañez.
4. Hay un cuarto grupo de escritores permeables, ensayan la polifonía o la diversidad de estructuras en un intento por matizar su lenguaje, son más ambiciosos en sus contenidos y a veces apuntan a una obra total, aunque el resultado sea a veces una redistribución de sus formas, diseñada con la misma estrategia técnica, apuestas cuyos mejores resultados se vieron solo en determinados pasajes de sus producciones literarias. Ahí están Enrique Verástegui, Jorge Eduardo Eielson, Pablo Guevara, Blanca Varela. Rodolfo Hinostroza, en sus mejores momentos.
5. Existe un quinto grupo de poetas que parece que escribieran de manera natural, sin impostar la voz, como si su solfeo fuera habitual, sin forzar demasiado las palabras, aun cuando es evidente que se han esforzado para conseguir esa naturalidad, y hasta cuando parece que es la propia alma y fragilidad la que se revela más allá de las palabras. Xavier Abril, Luis Hernández, Javier Heraud, se encuadrarían tentativamente en este rubro. En todos hay un persistente afán de atrapar la cadencia natural, la sonoridad perfecta sin parecer voluntaria. La melodía está mejor lograda.
6. Hay un sexto grupo de poetas, duros, pétreos, inclasificables, con un trabajo intelectual y técnico que no ha dejado herencia alguna. E. A. Westphalen, Raúl Deustua y Martín Adán podrían estar en este grupo insular. Poetas con otra actitud frente al poema.

7. Un sétimo grupo sería el de los poetas híbridos, experimentales, audaces, raros, y casi ajenos al modelo de poesía peruana. Gamaliel Churata es el ejemplo conspicuo, casi solitario. La poesía peruana no ha tenido este vuelo como rasgo típico.
8. Finalmente hay un séptimo grupo de poetas que no escriben con las manos, escriben con los nervios y los tendones, desde la desesperación y los sentimientos, priorizando los contenidos, la rabia, la humanización del poema. César Vallejo, Magda Portal, Alberto Hidalgo, Alejandro Romualdo, Juan Cristóbal, Juan Ojeda, encajan acá.
¿Naturalidad? ¿Éxtasis? ¿Tensión ante lo desconocido? O,
¿Eufonía, sonoridad, ritmo?
¿En dónde habita el poema?
¿La poesía está antes, durante o después del poema?
¿Para qué escribimos el poema?
En medio de toda la emotiva retórica del discurso autobiográfico brindado por Cesar Calvo en 1974 en el Instituto Italiano de Cultura, aquel donde termina enumerando razones de para qué se escribe un poema, sin duda, la única razón válida y discutible es que tal vez se escribe para intensificar la vida. O mejor dicho, Cesar Calvo parece proponer que, luego de escribir, podemos sentir que nuestra vida se ha intensificado, que se ha crecido un poco, que se ha ganado una pequeña batalla contra la muerte.
Poesía ¿para qué?
Pero incluso decir esto, también resulta retórico. ¿Para qué se escribe un poema entonces? ¿Para qué la literatura? Para comunicarnos, esencialmente. Para transmitir, para desarrollar, en clave de ficción, una serie de ideas o planteamientos sobre los únicos temas que nos permite la vida: la vida misma y la muerte, aspectos que albergan infinitos matices como el amor, la ética, la justicia, el horror, la perversión, etc. Que la obra desprenda efectos secundarios sobre el lector o el autor, es otra cosa.
La poesía no es utilitaria, no sirve a fines políticos, ideológicos, ni a causas nobles. No tiene que ser un manual de autoayuda, ni un paliativo medicinal ni para el autor ni para el lector, aunque algunos busquen en sus páginas verdades imposibles y para algunos sea una ventana de emergencia. Si a ti que eres un antisocial, la literatura “te salva la vida”, está bien. Pero la literatura no está supeditada a las reacciones del mundo exterior en el que no puedes socializar; eso sí, para que «sea», debe tener lectores.

Desde una perspectiva más exigente, la literatura debe ansiar la cumbre. El autor debe poseer la capacidad de interpretar la realidad existente y brindar, a través de la ficción, perspectivas renovadas sobre los grandes temas de la literatura. Es, de alguna manera, filosofía, y como tal, debe significar un desafío a la inteligencia o, como dice Vargas Llosa, debe exigir un esfuerzo intelectual tanto para el que escribe como para quien interpreta.
Una obra literaria debe ser una empresa intelectual de vida o muerte. Por eso, si bien las vanguardias de principios de siglo pasado aportaron la osadía, el uso novedoso del lenguaje en la construcción del texto, así como otros elementos extraliterarios, la literatura no se puede reducir al estudio de sus estructuras, la exaltación de los signos, el ingenio combinatorio de las palabras. Una literatura sin ideas es mera orfebrería y ornamento. Una literatura que sólo entretiene es estéril e inofensiva. Cuando el poeta no tiene nada que decir se refugia en el lenguaje, en el yoísmo, en la experiencia privada más revisitada e inventa y avala criterios de interpretación para justificar ese registro. Si aceptamos sin reservas que la literatura es mero artificio verbal y nos impresionamos ante la sonoridad y el oficio y la juzgamos de manera directamente proporcional a nuestras emociones o sensaciones o a las afinidades, emocionales o ideológicas que nos trasmite, pues qué concepto más restrictivo le hemos asignado a la literatura en cuanto que construcción humana racional.
La literatura entonces no sólo debe comprender los dos niveles más palpables de su corpus, el nivel formal o estructural (su ritmo, su métrica, su eufonía, la técnica) o el nivel psicologista o emocional (su impacto en el lector, esa identificación moral, política o religiosa con él), también debe abarcar un nivel crítico racional. Quiero decir que el objeto de la literatura debe centrarse, tanto en las formas como en los contenidos materializados, esto es, debe ser posible extraerse una interpretación del texto aun cuando sus contenidos tengan un diseño aparentemente irracional como en el caso de las vanguardias surrealistas que, deliberadamente (racionalmente), trabajan contenidos que no se corresponden con el mundo real. La literatura debe decir algo. Si hay atmósfera y música, mucho mejor, pero nunca debe faltar ese tercer nivel de comprensión, la valoración crítica de las ideas objetivadas. Una obra maestra siempre será más persuasiva y valiosa que un ensayo o un artículo periodístico. Y si no, no tendríamos a Cervantes, Vallejo, Homero o Dante.

La literatura ha perdido su prestigio a causa de su indeterminación conceptual, a ciertos valores extraliterarios que se le han acuñado indebidamente. El objeto y el sujeto son indisolubles en el arte. Por eso, considero que el autor no debe morir, ni sus ideas objetivadas que están por encima y más allá del juego combinatorio de los signos lingüísticos. El magma de la literatura es lo que subyace tras las palabras, la palabra es apenas el vehículo objetivo del que se vale el autor y, por si misma, es insuficiente para dotar de contenido a la literatura. Es apenas su presupuesto. Lo que se puede traducir e interpelar a través de una interpretación lógica y coherente, será siempre arte, lo que queda más allá de la palabra es el arte, aun cuando las editoriales poderosas, los medios de comunicación y ciertos críticos formalistas impongan un cierto modelo de literatura que no es tal.
La literatura exige contar con una teoría crítica de lo que es y no es literatura. Delimitar su objeto de estudio como cualquier disciplina. Caso contrario, estaremos sometidos a la arbitrariedad más absurda y grotesca, al gremio. A la diplomacia de decir que todo es literatura. A la falta de veracidad y rigor. Al comercio, la hipocresía y la fama. A la ceguera y la mediocridad de dar mérito literario a obras que no lo tienen y hasta de pensar que nuestras obras poseen algún valor literario porque el solo hecho de narrar nuestra historia.
La buena literatura, y, en general, el buen arte, el único que perdurará en el devenir de los tiempos, debe mostrarnos todas las formas posibles en que se puede vivir, que toda vida es digna de ser vivida y cada uno se debe exigir sus propios motivos que lo estimulen a seguir.
Eso sí, la literatura nunca debe reemplazar a la vida. No nos puede aislar de la realidad. La realidad contiene todos los matices que la ficción, con todo su arsenal retórico, no alcanza.