Escribe Luis Eduardo García
Enseñar, como dice George Steiner en su libro Lecciones de los maestros, es un poder cuya fuente de autoridad es un misterio. Los que enseñan son maestros; es decir, seres humanos que tiene un mérito relevante y son capaces de trasmitir conocimiento a los de su clase. Enseñar es una vocación libre por la que no se debería pagar, pero también una relación de poder entre discípulo y maestro, dice George Steiner, que va desde lo más ordinario hasta lo más sublime.
En su libro Lecciones de los maestros, George Steiner plantea una serie de cuestiones sobre la legitimidad y la verdad de la enseñanza, todo lo cual lo lleva a establecer dos interrogantes básicas respecto a la condición de maestro o profesor. La primera: ¿qué es lo confiere a un hombre o una mujer el poder de enseñar a otros?; y la segunda: ¿es correcto que se pague por enseñar? Respecto al poder de enseñar, Steiner habla de un misterio de lo inherente que reside en la vocación y en la capacidad de un hombre para trasmitir o trasladar a otro un logos, un conocimiento ya aprendido. La enseñanza, dice Steiner, comprende diversas tipologías: «elemental, técnica, científica, humanística, moral y filosófica».
Ser profesor o maestro implica establecer relaciones con el destinatario del logos: el discípulo. El intelectual francés distingue tres escenarios en los que ocurre la relación maestro-discípulo: la relación en la que el maestro ha destruido a sus discípulos física y psicológicamente; la relación en la que el discípulo ha destruido al maestro; y la relación en la que maestro y el discípulo intercambian confianza, admiración, amor y amistad.
La auténtica enseñanza, explica Steiner, supone la imitación “de un acto trascendente o, dicho con mayor exactitud, divino de descubrimiento, de ese desplegar verdades y plegarlas hacia adentro” (p. 12); también la virtud del ejemplo o la demostración del profesor de que comprende y domina lo que trasmite; así como el ejercicio abierto y oculto de una relación de poder, de fascinación. “El Maestro posee poder psicológico, social y físico para premiar y castigar o excluir y ascender” (p. 14).
La profesión de maestro comprende, según este autor, dos extremos: el del maestro rutinario y desencantado y el del maestro con un elevado sentido de su vocación y su deber; y dos tipologías: el destructor de almas y el maestro líder y carismático que cambia vidas. El verdadero maestro no es una ficción, se puede identificar perfectamente: viven en el anonimato, despiertan un don en niños y jóvenes, buscan con obsesión un camino, prestan libros a sus discípulos, se quedan después de clases y enseñan todo el tiempo, incluso cuando no trabajan. Sin embargo, Steiner sostiene que la enseñanza parece ser la norma y los buenos maestros son cada vez más raros. “En realidad, como sabemos, la mayoría de aquellos a quienes confiamos a nuestros hijos en la enseñanza secundaria, a quienes acudimos en busca de guía y ejemplo, son unos sepultureros más o menos afables. Se esfuerzan en rebajar a sus alumnos a su propio nivel de faena mediocre” (p.27), dice.
Respecto al pago que reciben los maestros por la enseñanza, se pregunta: “Pero ¿en nombre de qué supervisión o vulgarización se me debería haber pagado parta llegar a ser lo que soy, cuando —y he pensado en ellos con un malestar creciente— podría haber sido absolutamente más apropiado que yo pagara a quienes me invitaban a enseñar?” (p-27). Es verdad que los profesores y maestros tienen que comer y mantener una familia, pero no dejar de ser inquietante su punto de vista respecto a la verdad de la vocación. En un mundo tan materialista, esto puede sonar a fantasía o locura.
La modalidad más apreciada a lo largo de la historia dice Steiner, es enseñar con el ejemplo, con la puesta en escena. Es lo que hicieron Sócrates y Pitágoras en Grecia, lo que hizo Buda en la India, lo que hizo Jesús en Judea y Galilea: demostrar a sus seguidores su propia comprensión del mundo. De este modo, los maestros logran perdurar entre sus discípulos y proyectarse en el tiempo. Pero, así como tener seguidores es una constante entre quienes trasmiten provechosamente conocimientos, también lo es que en ese “ejercicio oculto de poder” (Foucault) entre maestros y discípulos las cosas no sean tan coherentes como se espera. En el proceso de transformación de maestro a discípulo la lealtad y la traición, afirma Steiner, están estrechamente unidas.
La fidelidad, el amor y la gratitud deberían ser lo común, sin embargo, estos valores son a menudo rotos y el maestro termina siendo objeto de deslealtad e incluso abandonado por quienes antes seguían sus enseñanzas. Se podría decir que a Sócrates, Pitágoras, Empédocles, Plotino y Cristo les fue bien por el lado de la lealtad, pero también fueron, en algunos casos, traicionados por uno (Judas a Cristo) o algunos de sus discípulos (con Sócrates no estuvieron a la hora de su muerte Platón y otros distinguidos alumnos).
Pese a la alta o baja traición de sus seguidores, la muerte de algunos maestros, por coherencia y por simbolismo, constituyen grandes lecciones y pruebas fehacientes de la enorme soledad e ingratitud que supone educar con el ejemplo. El feo Sócrates fue condenado a beber cicuta por “corromper” a los jóvenes e introducir la idea de nuevos dioses. El filósofo bebió el veneno con entereza y dignidad, en clara demostración de que seguía enseñando con el ejemplo. En el caso de Pitágoras, su muerte tiene también implicancias políticas y mucho simbolismo. Luego de que fuera expulsado de Crotona, decidió ayunar voluntariamente en solitario durante cuarenta días hasta desfallecer.
En el caso de Empédocles, se afirma que como decidió no aceptar la corona en Siracusa y Agrigento fue desterrado de esos lugares mediante una protesta popular. Empédocles, lo mismo que Sócrates y Pitágoras, decidió quitarse la vida con el mismo estoicismo y dignidad que ellos: ascendió hasta la cumbre del volcán Etna y se arrojó sobre el cráter en llamas. Lo único que quedó de él fue una de sus sandalias abandonada al borde del ojo de fuego.
La muerte de Jesucristo tiene asimismo esa carga simbólica y dramática, solo que resulta más próxima a quienes hemos crecido bajo el influjo de la cultura cristiana, católica y occidental. Pedro lo niega antes de que el gallo canta por tercera vez y Judas lo vende por un puñado de monedas. Muere en la cruz para redimir a la humanidad de sus pecados y para trasmitir su legado de paz y amor, puesto que era, ante todo, un maestro, un maestro cuyas enseñanzas han logrado perdurar pese al zigzagueante camino que a veces ha seguido el cristianismo frente a los poderes políticos y fácticos.