La revista de literatura La sagrada familia, publicada en Lima por el grupo homónimo, lanzó cuatro números durante la dictadura militar de Francisco Morales Bermúdez, específicamente en julio de 1977, enero y agosto de 1978, y marzo de 1979, cuyos manifiestos se caracterizaban por un tono de denuncia social, crítica al poder y una apuesta por una sensibilidad artística vinculada al compromiso político y existencial. En este marco, el texto “El gallo guardián” de Guillermo Saravia (Lima, 1950), publicado en el segundo número de la revista (14-16), se inscribe plenamente en esa línea, al articular una visión de mundo marcada por la alienación, la opresión y la resistencia, desde una estética lírica y simbólica que no renuncia a su dimensión política.
Bajo un título que evoca vigilancia y alerta, Guillermo Saravia presentaba en dicho número de la revista seis breves prosas poéticas tituladas en latín, precedidas por un epígrafe de Edgardo de Habich que describe un cielo limeño “que parece proteger solo a sus monstruos sacros, cielo sucio, quejumbroso, de fulgor de cirios; cielo, a pesar de todo, amado”. Estas meditaciones exploran la memoria, el tiempo, el amor y la pérdida desde una perspectiva introspectiva y melancólica, con un narrador que, oscilando entre ser “hombre” y “gallo”, reflexiona sobre el deseo de olvidar, la fugacidad del tiempo y la lucha existencial en un mundo de amor, duelo y guerra.
Guillermo Saravia emplea un lenguaje lírico y simbólico, cargado de imágenes sensoriales (lluvia, luna, sol) y contrastes entre luz y oscuridad, vida y muerte, que priorizan la atmósfera sobre la acción, tejiendo un tono onírico y evocador. Repeticiones rítmicas (“por unos momentos soy el sol, por unos momentos soy el gallo”) y preguntas retóricas (“¿qué parte del juego doloroso te tocó, nos toca?”) refuerzan la introspección, mientras metáforas como “la luna ha brindado en último gesto de amor al abdicar” crean una atmósfera de nostalgia, desarraigo y persistencia, con fulgores de redención, como en “¡el resquicio!, ¡la cara alumbrada!”.
Así, “El gallo guardián” sumerge al lector en un universo sensorial de lluviosos escupitajos, destellos fugaces del sol y un cielo quejumbroso, entrelazando reflexiones sobre la fugacidad del tiempo, el peso del duelo y la resistencia ante la subyugación. En esta obra, lo humano y lo natural convergen en una búsqueda de claridad que trasciende lo individual, adquiriendo, como veremos, una dimensión histórica.
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Guillermo Saravia apela a la figura del gallo como un vigilante aguerrido, un guardián inteligente que, al anunciar “los matices de la claridad que se avecina”, invita a asumir “nuestro humilde deber de saber existir” frente a un cielo limeño que, como señala de Habich, protege a los “monstruos sacros” de la opresión. El texto reflexiona: “Si tan solo fuésemos aguerridos vigilantes como el gallo, guardianes inteligentes de nuestro quehacer histórico”, un llamado a tomar conciencia de la responsabilidad colectiva y a resistir activamente a las fuerzas despóticas que limitan la libertad.
Con las “velas desplegadas, hinchadas de lucha y finalidad”, el texto cierra con un exhorto a enfrentar a los “explotadores que impiden los preciados movimientos de nuestra única vida terrena”, transformando ese cielo desaseado y adolorido en un espacio de alegría y liberación, donde la vigilancia del devenir social se convierte en un acto de resistencia y transformación.

Casi una década después de “El gallo guardián”, Guillermo Saravia regresó a la escena literaria con Sympathy (Lluvia, 1987), una nouvelle dividida en seis secciones —Cielo, Delirio, Desnudos, Amor, Amistad y Soledad— que retoma elementos ya presentes en su obra anterior, como las referencias simbólicas al “anodino cielo limeño” (9) y el tono reflexivo y melancólico. Narrado en primera persona por un hombre que comparte un departamento con su amante, una joven inglesa, el texto despliega una atmósfera cargada de erotismo y contemplación, donde los momentos sexuales y las conversaciones íntimas se entrelazan con una introspección intensa. En uno de sus momentos definitorios, la joven le explica al narrador que “sympathy es tener paciencia, comprehensión, gentilidad y tranquilo” (17), definición que actúa como clave de lectura para un relato que gira en torno a la vulnerabilidad, la conexión emocional y el deseo.
Escrito en noviembre de 1982 —coincidiendo con el año del centenario de James Joyce, citado por Antonio Cisneros en la contratapa como una influencia (“hay una pizca de Joyce” en un texto que “más que contar cosas nos las canta” priorizando el “hecho supremo del lenguaje” sobre lo narrativo)—, Sympathy puede evocar por momentos a Giacomo Joyce, la brevísima obra del autor irlandés escrita en Trieste en 1914 y publicada póstumamente en Londres en 1968. Este texto, que Richard Ellmann —biógrafo de Joyce y editor del libro— describió como una “delicadísima novela”, presenta una prosa musical, con un flujo discursivo indirecto que se sostiene en rimas, aliteraciones y figuras retóricas, dilatando el tiempo narrativo a través de un ritmo que moldea el sentido, mientras relata la atracción erótica de un profesor hacia su joven alumna. Si bien Guillermo Saravia no replica el monólogo indirecto de Joyce, comparte con él una escritura que privilegia la atmósfera sobre la trama, la intensidad lírica sobre la progresión narrativa.
En línea con esta sensibilidad evocadora, se encuentra una escena (36-37) en la que él le sirve el desayuno en un azafate y se lo lleva al dormitorio, en un gesto que parece un guiño al inicio del capítulo IV, “Calipso”, de Ulises, donde Leopold Bloom le prepara el desayuno a su esposa, Molly. En ambas escenas, la preparación del desayuno se convierte en un ritual íntimo que trasciende lo cotidiano, revelando la dinámica emocional entre los personajes a través de pequeños gestos y detalles sensoriales. En Ulises, Bloom, con una mezcla de ternura y pragmatismo, ajusta la bandeja para Molly mientras piensa en el té y en los riñones que debe salir a comprar para freír en la sartén, moviéndose con suavidad por la cocina bajo una “luz y aire helados” que contrastan con la “mañana agradable de verano por todas partes” afuera de casa, un escenario que encuadra su deseo de complacerla y su atención a sus preferencias (“A ella no le gustaba que el plato estuviera lleno”). En Sympathy, el narrador también prepara el desayuno con cuidado, seleccionando tomates, puerros, perejil, palta, queso, pan integral y una lechuga tierna del refrigerador, mientras dialoga con su amante y le hace caso con una atención similar a la que Bloom muestra hacia Molly (“—¿Quieres cerveza? —escuché decir a los tonos finos de su voz—. / —Yo la traigo —propuse y me erguí—”).
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Ambos momentos, cargados de una atmósfera introspectiva, ralentizan el tiempo narrativo para capturar la textura de lo cotidiano: en Joyce, el tintineo metálico del cabecero de la cama y el chirrido de las botas de Bloom añaden una dimensión sonora que enmarca la rutina; en Guillermo Saravia, la descripción de los ingredientes y la “palta de corazón sumamente inexpugnable” introduce una sensualidad táctil que resuena con la relación erótica de la pareja. Sin embargo, mientras Bloom en Ulises actúa con una solicitud casi mecánica hacia una todavía adormilada Molly, quien apenas responde con un murmullo somnoliento (“—Mn. / No. No quería nada”), el narrador de Sympathy busca una conexión más activa con su amante, proponiendo y erigiéndose en el encargado del desayuno (“—Yo la traigo —propuse y me erguí—”), lo que sugiere un anhelo de acercamiento que contrasta con la actitud servicial pero más pasiva de Bloom. Así, ambas escenas, aunque similares en su enfoque lírico y su atención al detalle, divergen en el tono emocional: Joyce retrata una intimidad marcada por la rutina y el letargo de una Molly aún soñolienta, mientras Guillermo Saravia infunde a su escena un matiz de deseo y complicidad, expresando las tensiones de una relación marcada por la sensualidad y la fragilidad emocional.
Aunque Sympathy avanza linealmente a través de las experiencias compartidas en el departamento, lo hace desde la remembranza, oscilando entre evocaciones oníricas, recuerdos eróticos impregnados de sensualidad, reflexiones sobre el legado —subversivo para él, insubordinado para ella— de José María Arguedas, y fragmentos musicales que tejen el relato, como las canciones de Caetano Veloso o Joan Armatrading, cuyas letras se integran al flujo narrativo. Este vaivén temporal construye un mundo marcado por la tensión emocional, la sensualidad y una introspección que se nutre de la memoria, donde pasado y presente se entrelazan para explorar el deseo, el desarraigo y la búsqueda de identidad.
La prosa de Guillermo Saravia
Su prosa ralentiza la acción para explorar los matices del vacío y la añoranza. Escenas como la del cuerpo desnudo flotando “como un irupé [planta acuática]” (13) o la del cielo limeño descrito como “feo como el cerebro esparcido de un cefalópodo [invertebrados marinos, moluscos]” (9) condensan una sensibilidad que oscila entre lo lírico y lo grotesco. El narrador reconstruye sueños, historias, gestos compartidos con su amante, pero también expone las grietas de una relación marcada por la falta de un plan común: “No tenemos proyecto ni lo hemos querido trazar” (33). La intimidad corporal no mitiga la distancia emocional, y el deseo se enuncia con crudeza y regodeo: “Los pubis se rastrearon con la desesperación de dos hocicos” (40). A pesar de momentos de conexión —“Yo te siento cerca, biológica, síquica, emocionalmente” (33)—, la imposibilidad de construir algo duradero impone una sensación de deriva.
En sus tramos finales, Sympathy se abre también a una exploración de la amistad y la sexualidad desde una perspectiva introspectiva. La joven inglesa y el narrador reflexionan sobre su vínculo amoroso, reconociendo un lazo afectivo que trasciende lo físico: “Creo que siempre hemos sido amigos, y que la relación no ha estado condicionada a encuentros sexuales” (34), expresa él. Sin embargo, esta posibilidad de aprecio alternativo no elimina sus dudas: “Es posible que la distancia sea la que socave nuestros afectos” (34), una reflexión que expone la fragilidad de los vínculos afectivos frente al paso del tiempo y la separación. El conflicto entre autonomía y dependencia recorre el texto en frases como esta: “Quiero sentir libre, disfrutar de mi espacio. Poder comprar sola porque querer” (39), cuya sintaxis errática —producto de la irrupción de la voz de la joven inglesa, hablante no nativa— expresa no solo su lucha por apropiarse del lenguaje, sino también el esfuerzo por articular un deseo de independencia que convive con una necesidad latente de afecto.
Aunque más íntima y lírica que “El gallo guardián”, Sympathy mantiene una dimensión crítica al abordar las formas de opresión que atraviesan la vida emocional. La lucha colectiva que en el primer texto se articula en términos políticos —“explotadores que impiden los preciados movimientos de nuestra única vida terrena” (16)— se transforma aquí en una batalla interior contra las ataduras afectivas y sociales. Así, el cielo limeño —“uno de los paisajes más inhóspitos de la tierra” bajo cuya “cúpula los hombres de la ciudad han extraviado todo sentido mágico” (9)— opera como un símbolo de ese desencanto, una bóveda gris que refracta el estado emocional del narrador y de su entorno.
Esta carga simbólica se intensifica en momentos en los que el mundo exterior irrumpe suavemente en el espacio íntimo apelando nuevamente a la figura del gallo, como cuando “los cantos de un gallo trasnochador trepaban al departamento ingresando por la ventana del dormitorio. El gallo vaciaba su cornucopia, nos sorprendía con visajes del inminente amanecer, recobrándonos de la bruma de la temporalidad en que nuestras conciencias se encontraban sumergidas” (31-32).
Este pasaje condensa la tensión entre lo onírico y lo real, entre la clausura emocional y una súbita conexión con el tiempo y el mundo, subrayando el vaivén entre encierro y revelación que atraviesa toda la obra. En esa línea, Sympathy se consolida como una nouvelle de introspección y deseo, donde el lenguaje se despliega con lirismo fragmentario para explorar la fragilidad emocional, la búsqueda de sentido y la tensión entre entrega y autonomía. A través del “homenaje espiritual y sexual de un hombre a una mujer” (9), Guillermo Saravia construye una narrativa que, más que desarrollarse linealmente, se despliega como un flujo de conciencia íntimo y envolvente.

Tuvieron que pasar más de treinta años para que Guillermo Saravia regresara a la escena literaria. Esta vez lo hizo utilizando el formato del verso libre con Itinerario (Vallejo & Co, 2019), treinta y cinco poemas divididos en dos secciones, y el más reciente El tiempo raspa (Hipocampo, 2023), poemario que reafirma su voz melancólica y reflexiva, retomando elementos distintivos de su obra previa, como la introspección, el simbolismo y un lenguaje lírico que prioriza la atmósfera sobre la linealidad discursiva. Dividido en cinco secciones —“Dilecto perro”, “Perfiles”, “Confesiones reveladoras”, “Facetas del amor” y “Despoemas”—, este conjunto de poemas explora la fugacidad del tiempo, la memoria, la pérdida y la lucha existencial, entrelazando lo íntimo con lo colectivo en un universo poético donde lo humano y lo natural dialogan bajo un cielo que, aunque no siempre explícitamente limeño, resuena con la opresión y la resistencia descritas en “El gallo guardián”.
Efectivamente, al igual que en este texto inicial de 1978, donde Guillermo Saravia utilizaba un cielo “sucio, quejumbroso, de fulgor de cirios” como símbolo de opresión y lucha, en El tiempo raspa el tiempo mismo se convierte en un testigo implacable de la fragilidad humana. En el poema “Escritura” el hablante reflexiona sobre su identidad y su legado: “Soy lo que soy a pesar de mí mismo / Soy lo que no pensé que sería / Seré lo que el destino depare / Escrito será” (11). Esta introspección, marcada por repeticiones rítmicas, establece un tono meditabundo que recorre todo el poemario.
El perro, figura recurrente en la primera sección, actúa como un compañero fiel y un símbolo de conexión afectiva genuina, casi instintiva —“Un perro es un árbol / Nos aguarda // Un perro es el mar / Posa a nuestros pies” (27)—, que contrasta con el distanciamiento emocional y la fragilidad del vínculo afectivo en el protagonista de Sympathy. Mientras en el primer texto esa presencia animal sugiere una forma de compañía silenciosa, estable y resistente al desgaste del tiempo, Sympathy concluye con un gesto de despedida íntima y evocadora: un encuentro sexual que el narrador rememora no como simple culminación erótica, sino como una experiencia cargada de aprendizaje emocional. Si el perro en El tiempo raspa representa la lealtad constante frente al desamparo urbano, en Sympathy la despedida con la joven inglesa, teñida de afecto y pérdida, funciona como una última forma de contacto —un intento de sabiduría afectiva frente al vacío— que revela, en su fugacidad, la necesidad de vínculos que resistan la disolución de lo cotidiano.
En El tiempo raspa el lenguaje de Guillermo Saravia sigue siendo intensamente sensorial y simbólico, cargado de imágenes que conectan lo cotidiano con lo trascendental. En “Vida cruda”, el hablante se describe como “una hoja / Simple hoja / en mi propio territorio”, enfrentando “leves agonías” bajo un cielo que lo deja “varado de los vientos” (14). Esta imagen del cielo, aunque no explícitamente limeño, resuena con la opresión descrita por Edgardo de Habich en “El gallo guardián”, mientras que la mención de “perro aullante” y “aire fresco” (15) evoca una búsqueda de redención similar a la de Sympathy, donde la relación amorosa encontraba destellos de trascendencia en un cielo opresivo. En El tiempo raspa, sin embargo, la lucha es más universal: el tiempo, como en “Brilla en mi brazo”, se convierte en un reloj implacable cuyas agujas se “hunden en mi piel / en mi médula” (95), marcando la inevitabilidad de la muerte y el deterioro.
A diferencia de Sympathy, que se centraba en una introspección íntima y psicológica, El tiempo raspa amplía su mirada hacia lo colectivo, retomando la crítica social de “El gallo guardián”. En “El nuevo Eróstrato”, Guillermo Saravia medita sobre la fama efímera y el vacío de la modernidad: “Levanta un altar falso de su yo / Les habla a sus ávidos seguidores / Los seduce / Los arrea” (24), un eco de los “explotadores” que, en “El gallo guardián”, impedían “los preciados movimientos de nuestra única vida terrena” (16). Esta crítica se intensifica en “Somos”, donde el hablante denuncia la deshumanización de la estadística: “Diluido en un numerito / desaparecen los dolores / No registran al buen corazón” (93), una reflexión que conecta con la resistencia colectiva de su obra anterior, y que se amplía en “El puente y los poetas”, donde la memoria histórica —“destruido alguna vez por fuerzas / invasoras” (67)— se convierte en un acto de recuperación simbólica frente a la violencia del olvido.
El amor, otro tema recurrente en Guillermo Saravia, se explora en la sección “Facetas del amor” con una mezcla de nostalgia y desencanto. En “Extraña”, el hablante lamenta la pérdida de una conexión profunda: “Éramos / Qué fue de ese yo nuestro / Qué tan ajeno y distantes somos esos dos / indivisibles e inquebrantables” (74), un eco del quiebre emocional que atraviesa Sympathy, pero expresado con la cadencia rítmica del verso libre. La sensación de ruptura se transmite con un lenguaje contenido, cargado de añoranza, que evita el sentimentalismo sin renunciar a la emoción. Sin embargo, también hay destellos de esperanza, como en “Lo sumamente amoroso”, donde el amor trasciende lo físico: “Al bajar los párpados / soñamos con la eternidad” (20). Ese anhelo de infinitud sugiere que, pese a la fragilidad de los vínculos, el deseo de conexión persiste como una fuerza vital.
La sección final, “Despoemas”, condensa la visión melancólica de Guillermo Saravia con una mirada cruda sobre la muerte y la memoria. En “Piedra”, el hablante repite “Piedra piedra / Nombre sobre piedra / Piedra de muerte” (89), evocando un ciclo de dolor y recuerdo que trasciende generaciones, mientras que en “Desperdicios” acepta su legado con resignación: “Desperdicios dejaré / Nada más / Para que hurguen / clasifiquen / analicen / dictaminen” (68). Este acatamiento, sin embargo, no carece de resistencia: al igual que el gallo de “El gallo guardián”, que anunciaba la claridad venidera, Guillermo Saravia encuentra en la poesía un espacio para enfrentar el tiempo y la muerte, transformando el desamparo en un acto de creación.
Con El tiempo raspa, Guillermo Saravia consolida su valor literario al entrelazar lo íntimo y lo colectivo mediante un lenguaje lírico y sensorial que transforma la fugacidad del tiempo, la memoria y la pérdida en un introspectivo testimonio poético de resistencia, donde figuras animales como el perro —presente en El tiempo raspa como símbolo de una conexión afectiva auténtica y profundamente visceral— y el gallo guardián —emblema de vigilancia y claridad frente a la tiranía, extraído de su obra inicial “El gallo guardián”, y que en Sympathy irrumpe en el espacio íntimo con sus cantos trasnochadores para sorprender “con visajes del inminente amanecer”, mediando entre lo onírico y lo real—, se combinan con la figura simbólica del cielo —un testigo opresivo de la fragilidad humana que recorre toda su producción literaria, desde las descripciones del cielo limeño en “El gallo guardián” y Sympathy hasta las alusiones temporales en El tiempo raspa—, no solo para evocar la lucha existencial y social, sino también para invitar al lector a confrontar su propia temporalidad y a avizorar, en la materialidad de las palabras, un espacio de redención y trascendencia.