Escribe Luis Eduardo García
Pessoa es inagotable. Hay historias de amor que han marcado con fuego la vida de los escritores. Algunas les han servido como fuente de estímulo creativo y otras como causa de infelicidad. Por amor, Dante Alighieri escribió lo que escribió en honor a Beatriz. Por amor también, Sofía Behrs colaboró con la obra creativa de León Tolstoi y alumbró trece hijos. Por desamor, a su vez, Césare Pavese tomó la determinación de acabar con su vida y, por lo mismo, con su espléndido proyecto creativo.
Pero hay historias donde el amor ni se crea ni se destruye, sino que se transforma en un mero instrumento para llegar a un objetivo superior. Algo parecido le escribió Fernando Pessoa a su única y conocida compañera, Ophélia Queiroz: «He llegado a una edad en que se está en plena posesión de facultades, en la que la inteligencia ha alcanzado su apogeo de fuerza y agilidad. Por ello, ha llegado el momento de poner en punto mi obra literaria, completando algunas cosas, reagrupando otras y escribiendo las que todavía no han sido escitas. Para realizar esta obra, necesito calma y cierto aislamiento […] Toda mi vida futura depende de que pueda hacerlo, y hacerlo enseguida […] Si me caso, será contigo, Queda por averiguar si el matrimonio, el hogar (se dé este nombre u otro), son cosas que me convienen, a mí, que consagro mi vida al pensamiento…».
¿La literatura como un poder superior al amor? ¿Qué tiene la exaltación literaria que no tenga el impulso amoroso? Las respuestas quizás tengan que ver con la naturaleza de cada individuo, con su manera personal de encarar el mundo y con la consciencia que cada uno tiene de la misión para la que está en la tierra. En el caso de Fernando Pessoa, él era totalmente consciente de que había venido para servir a una causa suprema: la escritura. Y por esta razón, no dudó nunca en vivir como un anacoreta, privarse de los placeres mundanos y amar a cuentagotas.
El amor de Pessoa
Pessoa amaba a Ophélia, pero más amaba a la verdad literaria. Las cartas que le dirigió desde 1920 a 1930 así lo acreditan. Ahora que han vuelto a ser reeditadas (Cartas a Ophélia. Libros del zorro rojo, Barcelona, 2010) uno puede seguir paso a paso un proceso amoroso en el que, como dice Antonio Tabucci, encontramos a un Pessoa «obligado a canjear su frágil Margarita, inteligente y algo desorientada, por un Mefistófeles implacable y totalitario, agazapado en el Proyecto de una Obra…». No conozco el libro que reúne las cartas de ella a Fernando, donde supongo se confirma este punto de vista.
«Pessoa escogió simplemente la literatura porque no podía escoger el amor», ha escrito Antonio Tabucci en el prólogo a las «Carta a Ophélia». Otros ―a partir de la incierta ambigüedad sexual del poeta y la declarada homosexualidad de uno de sus heterónimos más polémicos: Álvaro de Campos― han sacado la conclusión de que estuvo negado para el amor heterosexual. Si bien esta postura se basa en indicios, resulta muy apresurada. Por lo demás, que fuese o no heterosexual poco importa cuando lo más importante es su obra creativa, obra en la que Ophélia Queiroz resulta hasta cierto punto una «víctima canjeable».
En las cartas llama mucho la atención la forma en que el poeta trata a Ophélia. Unas veces con términos infantiles: «Bebé», «Bebecito», «Bebé-angelito», «Ninita», «Bebé-«Ninita». Otras voces con sustantivos ofensivos: «Víbora», «Avispa», «Fiera». Y otras con fórmulas solemnes: «Excelentísima Señora». Algunos exégetas han creído ver en esta curiosa manera de nombrarla un intento de desexualización de ambos. Lo cierto es que durante su relación amorosa Fernando Pessoa compuso, bajo el pellejo metafórico de Álvaro de Campos, un poema en el que realiza un ajuste de cuentas maravilloso con el romántico enamorado que llegó a ser: «Todas las cartas de amor/ son ridículas./ No serían cartas de amor si no fueran/ridículas./ En mis primeros tiempos escribí cartas de amor/ como las demás./ ridículas./ Y es que, en fin,/ sólo las criaturas que no han escrito jamás/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas./ Quien volviera a aquel tiempo en que escribí/ sin darme cuenta,/ cartas de amor/ ridículas./ La verdad es que hoy/ mis recuerdos de aquellas cartas de amor/ son los que son/ ridículos./ (Todas las palabras esdrújulas,/ como los sentimientos esdrújulos,/ son naturalmente,/ ridículas».
La otra idea central de su doctrina relacionada con su exclusivismo creativo es el estado de fingimiento; es decir, “la simulación, engaño o apariencia con que se intenta hacer que algo parezca distinto de lo que es”. Fernando Pessoa creyó siempre que somos seres enmascarados que desempeñamos diversos roles según la máscara que nos cubre el ser y que tenemos tantos antifaces como las vidas que vivimos. «Nadie me conoció bajo la máscara de la identidad ni supo nunca que era una máscara, porque nadie sabía que en este mundo hay enmascarados. Nadie supuso que junto a mí estuviera otro que, al fin, era yo. Siempre me juzgaron idéntico a mí», escribió Pessoa.
«Fingir es conocerse» es otro de sus pensamientos guía, pensamiento que luego desarrolló en unos versos con no menos rotundidad: «El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente/ que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente». Pessoa intentó averiguar quién era a través de la multiplicación o desintegración de su personalidad y lo que halló, sin duda, fue un laberinto casi infinito en el que encontró más preguntas que verdades sin llegar nunca a descubrir quién era realmente.