Escribe Gunter Silva
Escribir no es un acto de mecanización. No es un reloj que suena a las siete de la mañana y obliga a la mano a deslizarse sobre el papel. No es una cadena de montaje donde se sueldan y ensamblan palabras con la rapidez de una fábrica de conservas. Escribir es algo más primitivo, más humano. Es un enlace entre el pensamiento y la expresión, un enfrentamiento constante con lo que se quiere decir y lo que realmente se dice.
El proceso de la escritura no es solo una acción repetitiva, como presionar letras en un teclado. Un mecanógrafo transcribe, pero no crea, ni moldea ideas. Puede llenar páginas enteras sin que en ellas exista una pequeña chispa de vida, sin que encierren la mirada única de quien observa el mundo con asombro. Porque el arte no nace del simple acto del tipeo, sino de la capacidad de transformar la experiencia en algo que trascienda, en algo que resuene con quienes lo leen. Un texto mecánico es como una estructura sin sangre: puede ser funcional, pero dudo que toque siquiera a una alma que respire. El arte, en cambio, se gesta en el intelecto, en la sensibilidad y en el ocio, en esa zona incierta donde la emoción se vuelve lenguaje y la vida se convierte en relato. No basta con poner palabras en el papel; hay que darles profundidad, verdad, belleza. La escritura solo se vuelve arte cuando es capaz de tocar el horizonte infinito de la imaginación y la experiencia humana.
Intuyo que el automatismo de la escritura podría ser un paso hacia su desaparición. Si la escritura se convierte en rutina, muere. Admiro a Mario Vargas Llosa, sobre todo en sus inicios, cuando la necesidad de escribir convivía con la urgencia de sobrevivir. Sus primeros libros eran puro vértigo, pura vida filtrada por la precariedad y la pasión. Ahí estaba el joven escritor que le robaba horas al tedio para construir mundos con pulso y nervio ardiente. Pero luego llegó el horario corrido, la jornada, la profesionalización absoluta. Y, aunque su maestría técnica siguió intacta, me refiero a sus variaciones rítmicas en la prosa, los cambios en el tiempo, su manejo de los puntos de vista, su estructura no lineal; sus últimos libros, a mi parecer, comenzaron a perder algo: la tensión, la desesperación creativa, la magia de quien escribe con la potencia del impulso y el instinto. Porque cuando la literatura se vuelve una obligación de nueve a cinco, cuando la escritura deja de ser juego y se convierte en una tarea más en la agenda, la obra puede volverse menos vital.

Nos han vendido la idea de que los escritores deben escribir todos los días, como un oficinista que suda y agoniza. Como si la maestría estuviera en la repetición en serie, en el hábito frío y mecánico de juntar letras, en la disciplina inquebrantable de vomitar palabras. Un escritor no debería ser un abogado que abre la notaria interminables horas al día. Un escritor no es un sol sin ocaso. Un escritor es alguien que piensa, que siente, que observa, que se deja golpear por el mundo y regresa con cicatrices que luego convierte en palabras.
Las mejores historias no nacen del acto de teclear en sí mismo, sino de vivir, de absorber la vida en todas sus formas. Hemingway no se convirtió en una estrella literaria escribiendo todos los días como un secretario que rellena formularios a la entrada del Poder Judicial. Nadie que desee convertirse en escritor debería seguir una rutina de escritura burocrática. Hemingway vivió la guerra, amó con intensidad, bebió hasta el amanecer y se enfrentó a la muerte en todas sus formas. Solo después escribió sobre ello.
Escribir es el resultado de una combustión interna. Es el punto final de un proceso largo y a veces doloroso de maduración. No importa si no apareces todos los años con un libro bajo el brazo en la Feria del Libro de Lima. No importa si un día no pones nada en el papel, siempre que la mente siga trabajando, siempre que los sentidos sigan abiertos, siempre que las historias sigan formándose y acumulándose en la memoria. La creatividad necesita aire para respirar, no una rutina impuesta. Y la escritura no está en la disciplina de los dedos, sino en la voracidad del pensamiento.
Leer es escribir. Caminar por una calle oscura es escribir. Escuchar a un viejo en un bar contar su historia es escribir. Porque el verdadero escritor entiende que las palabras no valen nada si no han sido filtradas por la experiencia, por el dolor, por la euforia de lo vivido, incluso por la más terrible monotonía de la rutina. Solo cuando uno ha sentido y observado el mundo, las palabras salen con el peso necesario.
Escribir todos los días no hace a un escritor. Lo hace la mirada. Lo hace la forma en que uno se enfrenta a la realidad. Lo hace sus lecturas. Hay quienes llenan páginas sin decir nada, y hay quienes escriben una sola linea al mes, y esa linea sacude el mundo. Algunos autores publican docenas de libros que nadie recuerda, mientras otros dejan solo dos, y con eso basta para reescribir la literatura. La clave no está en la cantidad de palabras escritas, sino en la intensidad de la verdad que contienen.
Cada escritor tiene su propio ritmo, su propio proceso. Algunos necesitan aislarse durante meses antes de que las palabras cobren vida. Otros escriben en ráfagas breves, en fogonazos de inspiración que aparecen entre el ruido de la cotidianidad. J.D. Salinger rehuía la fama y el bullicio del mundo. Dos años después de publicar El guardián entre el centeno, se aisló con un único propósito: que lo dejaran en paz. Prefería el silencio a la exposición, la escritura tranquila y serena a la inmediatez. Por eso, me alegra verlo en una fotografía en la playa, sonriendo, junto a su hermana. En esto no hay reglas. No hay fórmulas mágicas. Lo único que importa es encontrar lo que funciona para uno mismo y abrazarlo sin culpa. Y si lo que funciona es la escritura del oficinista o taquigráfica, olvida lo anterior. Lo esencial es escribir.
Aunque, desde mi punto de vista, la escritura no es una disciplina ciega; no es una fábrica. Es un ritual íntimo, un acto de fe en la propia voz. No se trata de acumular páginas como quien apila escombros, sino de construir algo que resista el tiempo, algo que cuando alguien lo lea, lo sacuda, lo marque, lo haga detenerse en seco. El mito del escritor que escribe todos los días es solo eso: un mito. La verdadera escritura no ocurre únicamente frente al papel o la pantalla, sino en la vida misma: en la lectura, en la observación, en las anotaciones dispersas, que luego cobran sentido. Muchas veces, la mejor idea no nace en el escritorio, sino en la pausa, en el silencio, en la arena, mientras caminas, en esos instantes en los que la mente divaga sin presiones.
La inspiración, al igual que la escritura, no se puede forzar. Es como el sueño: llega cuando debe, sin aviso, en el momento justo.