Escribe Karina Miñano
Hay muchas cosas que disparan las ideas para escribir. De todas ellas, las experiencias de vida de quienes dejamos nuestros lugares de origen son de las más ricas, estimulantes, caóticas, extrañas, aventureras y, en muchos aspectos, también terribles. Esta última semana fui invitada a una performance de teatro sobre la diáspora, la poesía, la danza y la migración. Prepararme para hablar de ello significó mirar hacia el pasado, hasta el momento de la partida. Hubo mucho por decir y, como saben, no se puede decir todo en veinte minutos de presentación.
Y como si el universo se confabulara aún más, una nueva amiga me habló de su poeta favorito de este momento: Mosab Abu Toha. Era un poeta que yo no conocía. Pero gracias a las redes pude leer su historia y escuchar algunos de sus poemas. La migración forzada es la que me pellizca el corazón sin descanso y, a veces, no me deja dormir.
A veces, en la penumbra de la madrugada, siento que despierto en un cuerpo fracturado que habita en una rendija entre dos realidades: ya no soy la que disfrutaba caminar por las calles de la urbanización Santa Beatriz y que tomaba emoliente y quinua en algunas esquinas, y tampoco me reconozco en la frialdad casi abstracta de los días holandeses. Incluso el inglés, aunque fluido, carece de ese abrazo maternal que me hace sentir en casa. Cuando alguien me pregunta dónde está mi hogar, mis labios todavía se quedan inmóviles, atrapados en la resonancia de aquel lugar de pan con palta y noticieros ruidosos, que se quedó muy, muy lejos, pero que aún vibra como una melodía inesperada en medio del silencio.

Tal vez pienses que emigrar consiste simplemente en empacar unas cuantas pertenencias, comprar un vuelo y aprender a disfrutar de un nuevo clima. Sin embargo, la auténtica migración comienza cuando lo cotidiano empieza a doler con cada recuerdo que se queda atrás. Es en el supermercado, al escuchar nombres que ya no resuenan con familiaridad, como la dulce entonación de la voz de tu madre, y en el susurro de la noche, cuando te das cuenta de que la memoria se resiste a mudarse junto a ti.
La poesía se transformó en mi salvavidas, y no lo proclamo como un eslogan vacío, sino como el refugio que me permitió seguir siendo yo cuando la identidad parecía peligrar. Escribir era la única forma de reunir en versos las piezas dispersas de mi ser. Garabateaba ideas en servilletas arrugadas en cafés bulliciosos, en las diminutas notas de mi teléfono y en las orillas gastadas de mis agendas. Sin ese hecho de escribir, me hubiera perdido por completo en el laberinto de mi migración.
Durante mis primeros años en los Países Bajos descubrí que no existía un exilio solitario. La poeta británico-somalí Warsan Shire, cuyo inglés se convierte en un puente hacia el dolor compartido de millones, marcó mi camino del entendimiento con su poema «Home» (Hogar). Su verso inaugural, nadie deja su hogar a menos que el hogar sea la boca de un tiburón, retumba en mi memoria. Nos recuerda que el abandono de lo que se ama solo ocurre por una razón tan poderosa que quiebra el alma. Shire transforma el desarraigo en una experiencia casi tangible: imagina a una madre que, con lágrimas y fuerza, empuja a su hijo hacia un mar embravecido. Leerla fue comprender que el exilio de muchos al mi alrededor, aunque distinto en forma, tenía la misma validez desgarradora.

Home (fragmento)
Nadie abandona su hogar, a menos que su hogar sea la boca de un tiburón.
Solo corres hacia la frontera cuando ves que toda la ciudad también lo hace.
Tus vecinos corriendo más deprisa que tú. Con aliento de sangre en sus gargantas.
El niño con el que fuiste a la escuela, que te besó hasta el vértigo
detrás de la fábrica, sostiene un arma más grande que su cuerpo.
Solo abandonas tu hogar
Cuando tu hogar no te permite quedarte.
Nadie deja su hogar
A menos que su hogar le persiga,
Fuego bajo los pies,
Sangre hirviendo en el vientre.
Jamás pensaste en hacer algo así,
Hasta que sentiste el hierro ardiente
Amenazar tu cuello.
…
Tienes que entender que nadie sube a sus hijos a una patera,
A menos que el agua sea más segura que la tierra.
Nadie abrasa las palmas de sus manos bajo los trenes, bajo los vagones,
Nadie pasa días y noches enteras en el estómago de un camión,
Alimentándose de hojas de periódico, a menos que
Los kilómetros recorridos signifiquen algo más que un simple viaje.
Nadie se arrastra bajo las verjas, nadie quiere recibir los golpes ni dar lástima.
Nadie escoge los campos de refugiados
O el dolor de que revisten tu cuerpo desnudo.
Nadie elige la prisión, pero la prisión es más segura que una ciudad en llamas,
Y un carcelero en la noche es preferible
A un camión cargado de hombres con el aspecto de tu padre.
También en neerlandés descubrí al poeta Abdelkader Benali —nacido en Países Bajos y de familia marroquí— con un poema que no suena a lamento, sino a defensa con el que abre una grieta distinta en la narrativa migrante. Su poema comienza con una declaración firme: No huí para, en este país, convertirme en caricatura. No es el exilio lo que define al hablante, sino su negativa a ser reducido, deformado, malinterpretado. En ese verso y los que siguen, se despliega la rabia elegante de quien se defiende con inteligencia: Todo mi trabajo trata sobre el amor. También los pasajes de odio. Como un gato, me defiendo. Aquí, el amor no es ingenuo; está hecho también de resistencia y mordida. Hay ironía, dolor y dignidad en cada línea. Este poema me recordó que muchos migrantes no sólo buscan refugio, también traen consigo el poder de mirar de frente, de hablar con claridad, incluso cuando el idioma no les pertenece del todo. Y en esa valentía, también se construye hogar.

Ik ben niet gevlucht om in dit land Ik ben niet gevlucht om in dit land een Karikatuur te worden. Als karikatuur werd Ik in eigen land vervolgd. Tweedimensionaal Zou ik het ook goed doen, maar ik kijk wel Uit. Het publiek weet wat er op het spel Staat. Al mijn werk gaat over liefde. Ook De haatpassages. Als een kat verdedig Ik me. Gij zijt decadent en ik eroverheen Met goedemorgen. Dat vindt u lekker U laat zich graag mishandelen door een Vent die u niet kent. Nu bent u een karikatuur Ik snap de charme ervan. Maar uw aandacht Is liefde. Ik ben decadent. Nu mag u slaan Pak aan. Het is ook aan u de beurt. | No huí para ser caricatura No huí para, en este país, convertirme en una caricatura. Como caricatura fui perseguido en mi propio país. En dos dimensiones también me iría bien, pero prefiero tener cuidado. El público sabe lo que está en juego. Todo mi trabajo trata sobre el amor. También los pasajes de odio. Como un gato, me defiendo. Usted es decadente y yo por encima de eso, con un buenos días. Eso le gusta, le agrada ser maltratado por un tipo que no conoce. Ahora usted es una caricatura. Entiendo su encanto. Pero su atención es amor. Yo soy decadente. Ahora puede golpear. Adelante. También es su turno. (traducción Karina Miñano) |
Las huellas de la migración venezolana se extienden y dejan su marca en toda América Latina. La poeta Yolanda Pantin, sin intentar embellecer el dolor, escribe con una honestidad inusitada en su libro «Lo que hace el tiempo». Entre sus versos, uno resuena con fuerza: He aprendido a dormir con las maletas hechas. Imagínate esa sensación de alerta perpetua, de vivir en un limbo de ausencias y despedidas. Leí esa línea en una sala de espera de una estación, observando rostros que iban y venían, y comprendí cuán cerca está el exilio de muchos de nosotros, siempre listos para partir, incluso cuando el corazón clama por quedarse.
En Estados Unidos, poetas latinos como Javier Zamora transforman la amarga experiencia migrante en crónicas poéticas que denuncian y, al mismo tiempo, sanan. En «Unaccompanied», Zamora relata con la ternura y crudeza de un niño migrante proveniente de El Salvador la travesía que marcó su infancia. Recuerdo nítidamente esa frase: tuve que aprender a llorar sin hacer ruido. Esas palabras se instalaron en mí durante semanas, recordándome que muchos aprendemos a encerrar el dolor, a callarlo para sobrevivir. Su poesía, que funde la inocencia infantil con la violencia de los sistemas opresivos, logra que cada lector la sienta, más que simplemente entenderla. Hay que ser valiente para leerlo. Entre páginas, acompañé al Zamora de nueve años a cruzar solo la frontera y lloré con él, también en silencio, frente a grandes ventanales helados por donde la nieve caía, como si el cielo mismo lamentara la ausencia de un hogar.
Europa, por su parte, me mostró otros rostros de la migración. Entre clases de neerlandés en pequeñas aulas llenas de luz y acentos entrecortados, conocí a mujeres rumanas, italianas, sirias, españolas, afganas y eritreas. En esos momentos, entre pausas para el té y risas nerviosas por errores gramaticales, escuché historias que se desgranaban como relatos de supervivencia. Recuerdo a una mujer, con un inglés titubeante, confesarme: «yo era profesora, ahora limpio oficinas; pero sigo soñando en mi idioma».
Por todo ello, estoy convencida de que la poesía no es un lujo superficial, sino un acto de resistencia. Es la manera de reclamar nuestra propia historia, de negar que la versión oficial borre la esencia que llevamos dentro. Nosotros, los poetas del exilio y de la migración, tejemos puentes que conectan el ayer con el mañana; nuestro compromiso es sostener la memoria, aunque cada palabra duela al pronunciarse, aunque la voz tiemble y la mano vacile.

Pienso en Cristina Peri Rossi, nacida en Uruguay y exiliada en España durante la dictadura, cuya obra intensa y lúcida dialoga con el exilio como una herida abierta y a la vez como un sendero hacia la búsqueda interior. En su poema «Mi casa es la escritura» se lee: Mi casa es la escritura/la habito como el hogar/ de la hija descarriada. En esos versos, la noción de hogar se reinventa: ya no es un espacio físico, sino un archivo de memorias y afectos que se reconstruye palabra a palabra, permitiéndonos nombrar lo perdido y reinventarlo a cada latido.
Mi casa es la escritura
En los últimos años
he vivido en más de cien hoteles diferentes
(Algolquín, Hamilton, Humboldt, Los Linajes
Grand Palace, Víctor Alberto, Reina Sofía, City Park)
en ciudades alejadas entre sí
(Quebec y Berlín, Madrid y Montreal, Córdoba
y Valparaíso, París y Barcelona, Washington
y Montevideo)
siempre en tránsito
como los barcos y los trenes
metáforas de la vida
En un fluir constante
Ir y venir
No me creció una planta
no me creció un perro
Sólo me crecen los años y los libros
que dejo abandonados por cualquier parte
para que otro, otra
los lea sueñe con ellos
En los últimos años
he vivido en más de cien hoteles diferentes
en casas transitorias como días
fugaces como la memoria
¿cuál es mi casa?
¿dónde vivo?
Mi casa es la escritura
la habito como el hogar
de la hija descarriada
la pródiga
la que siempre vuelve para encontrar los rostros conocidos
el único fuego que no se extingue
Mi casa es la escritura
casa de cien puertas y ventanas
que se cierran y se abren alternadamente
Cuando pierdo una llave
encuentro otra
cuando se cierra una ventana
violo una puerta
Al fin
puta piadosa
como todas las putas
la escritura se abre de piernas
me acoge me recibe
me arropa me envuelve
me seduce me protege
madre omnipresente.
Mi casa es la escritura
sus salones sus rellanos
sus altillos sus puertas que se abren a otras puertas
sus pasillos que conducen a recámaras
llenas de espejos
donde yacer
con la única compañía que no falla
Las palabras.
En la poesía, la identidad no se define en términos fijos, sino que se cuestiona y se abre a nuevas posibilidades. Migrar no es solamente perder una parte, sino descubrir la fortaleza interna para reinventarse, sorprenderse ante lo desconocido y encontrar ternura en medio de la transformación.
Cuando hablo con jóvenes migrantes, les pido que escriban, que plasmen sus historias en cuadernos o en pequeños papeles. Les pido que se nombren, que permitan que el dolor y la esperanza se transformen en poema, porque la poesía no exige permiso alguno; sólo requiere la honestidad de la verdad. Recuerdo a una joven estudiante, decirme entre sollozos: «No sabía que lo que siento podía convertirse en poema».
Quizá este texto no ofrezca respuestas definitivas, sino que sea una invitación sincera. A ti, que me lees desde un refugio seguro, te pido que mires más allá de los estereotipos y descubras que cada migrante es una historia única, un verso inacabado, un espejo que refleja lo que podrías vivir mañana. Y si alguna vez te toca partir, no olvides llevar contigo una libreta, un lápiz y ese poema íntimo que te recuerde quién fuiste. Porque en la pérdida, la palabra puede ser el último tesoro que conservemos.